jueves, 8 de mayo de 2014

Al paso de los días y la carta de Rafael Mondragón


Al paso de los días y la carta de Rafael Mondragón

Querida Fran: 
Hoy comencé tu novela, Al paso de los días, esa potente y curiosa épica biológica en donde tu voz narrativa se mezcla sin prejuicios con la reflexión teórica, el poema en prosa, la confesión, el diario, la denuncia y los dispositivos de la tragedia. Como tengo una superstición incurable (no me gusta leer las cuartas de forros), entré a tu novela como se debe entrar a las experiencias amorosas: sin saber qué esperar.
La demorada, introspectiva primera parte de tu libro fue la que más tiempo tardé en leer. Fui leyendo como se lee con intensidad, atento a la música del texto, dejándome guiar por su cadencia y su sonoridad, sintiendo las palabras e imágenes antes que fijarme demasiado en aquello que querían decir. Sé bien que muchas de las cosas más importantes en los libros están en aquello que transmiten sin comunicar: en su música, y no sólo en su argumento.
Sentí toda esa primera parte como un largo poema, en donde cierta situación dramática inicial –un avión secuestrado y después abandonado en un desierto, cuyos tripulantes son, como en un chiste involuntario, de distintas profesiones y países-, permite que los personajes entren en una situación introspectiva y densa, en donde el deseo de sobrevivir alegoriza con mayor intensidad lo que vivimos día tras día, transitando el otro desierto, que es el desierto de nuestra vida.
Creo que uno de los temas fundamentales de tu texto es el miedo: miedo a sobrevivir, pero también, miedo al otro con quien uno se encuentra, miedo a dejarle entrar demasiado en la trama profunda de nuestra vida.
Pensé en los viajes de Julio Verne, en donde el tiempo y el clima a veces se vuelven los personajes principales, y también, en Mi Julio Verne, un documental de Patricio Guzmán. Y mientras recordaba eso, también recordé tu fruición por viajar, que han permitido que describas con tanta precisión costumbres y gente que yo no imaginaba, y evoqué esa frase de san Pablo que dice que los seres humanos, por serlo, nacemos desgarrados, y por eso nos volvemos obligados una y otra vez a volver a nacer, lo que para ti es, muchas veces, volver a viajar.
Me impresionó esa crueldad, pero no me asustó, pues entendí que ella era otra forma de lucidez, y que a veces la lucidez puede ser una forma de amor.
El deseo de sobrevivir, que liga la historia pequeña de los sobrevivientes del avión con la gran historia de un mundo que se transforma, y que es revelado en las siguientes tres partes, adquiere, en esa primera parte, el rostro de un cruel enfrentamiento de cada personaje con su fragilidad.
La capacidad que tiene un hombre de violar a una niña, pero también, el deseo de mandar, el egoísmo ante una felicidad que creemos lejana, o simplemente, el deseo de ser libre por la anulación del otro, en un acto solitario de autonomía, son todas, experiencias cotidianas que muestran su rostro terrible cuando tus personajes las viven en ese enorme desierto. Algo de eso me recordó al Sartre cuyas novelas y obras de teatro leí de niño.
Al principio, incluso antes de subir al avión, ninguno de tus personajes soporta al otro, y las formas de esa alergia –lascivia, egoísmo, deseo de poder o, incluso, de autonomía- en realidad encubren una alergia más profunda, la alergia a nuestra propia fragilidad, la de cada personaje, que retorna cuando cada uno de ellos se encuentra con la fragilidad de los demás.
Pero ellos deben encontrarse si es que deben sobrevivir, pues –como tú me escribiste, en la dedicatoria de este libro- nada ni nadie es sin otras cosas; y la vida por la que luchamos es más que sólo la vida de cada uno. Qué difícil es descubrir que estamos todos conectados. Poco a poco, tu novela se me fue apareciendo como una reflexión narrativa sobre el problema de la solidaridad. Al final, cada uno de esos ocho personajes muere para que sobreviva la más joven, la pequeña Anita, en quien es imposible no ver el rostro de tu niña, Helena.
Ella termina volviéndose símbolo de la posibilidad de la vida: porque en realidad, todos queremos que haya vida, aunque no sea nuestra vida; para lograrlo debemos encontrarse, y la dificultad para encontrarnos está quizá simbolizada por una argucia de la voz narradora: exceptuando a Vuc, hasta muy avanzada la obra, el lector no conoce por su nombre a ninguno de los personajes. Son sólo, como en una obra de teatro, “el actor inglés”, “el cocinero italiano”, “el escritor famoso de la India”: así los invoca el narrador, en un juego de espejos que sacan a la luz los prejuicios que cada uno de nosotros podría tener de esa etiqueta, prejuicios que se volverán menos fuertes cuando cada etiqueta se llene de vida y descubramos la bondad detrás del “cocinero”, la indignación moral del “escritor”…
Algo que me impresionó a partir de “Los instantes”, segunda parte de tu obra, es la manera en que ese relato íntimo de los sobrevivientes que luchan por salir del desierto, tiene efectos inesperados en aquellos que observan el relato. En el mundo, afuera de la pequeña historia de esos ocho personajes, algo grave ha ocurrido: las telecomunicaciones han dejado de funcionar, todos los medios electromagnéticos para guardar información se han borrado. Y otra siniestra maravilla, cuyo sentido es explicado casi hasta el final de tu libro: la televisión en todo el mundo transmite únicamente la épica pequeña de esos ocho personajes, que se caminan y se afanan por sobrevivir sin saber que el mundo entero los observa.
Personajes de Irán y de Turquía, de Francia y de México y Estados Unidos comienzan a entrelazar sus acciones, sin saberlo, a partir de esa segunda parte cuyo ritmo crece en rapidez. En ese momento, importa saber cómo salvar al mundo que se acaba con ese fin de las comunicaciones, tanto como salvar a esos ocho sobrevivientes, cuya épica guarda misteriosa relación con el fin de nuestro mundo. Pero el acto de observar a esos ocho transforma al resto de los personajes, que están ubicados en la misma perspectiva narrativa de nosotros, los lectores de la primera parte. Y las preguntas abiertas líricamente en la primera parte resuenan en las otras tres, dándole profundidad metafísica a una trama que en esos momentos adquiere visos de novela de aventuras, y que termina haciendo preguntas sobre el sentido de nuestra civilización.
Allí, también, el problema está en saber cómo todo está conectado. Hay otro artificio del narrador que obliga a poner atención: los lectores tenemos dificultades para retener los nombres de los personajes árabes y turcos, al principio nos cuesta trabajo fijar sus personalidades  o saber qué ocurre en Irán y qué en Turquía… Tenemos la misma enfermedad involuntaria de los ocho personajes antes de subir al avión. A lo largo de las siguientes dos partes, no sólo aprenderemos a observar la humanidad de esos personajes a los que veíamos todos iguales: también descubriremos que esa humanidad permite tejer una inesperada red de solidaridades.
Creo que ese es un tema importante del resto del libro: iraníes y turcos encuentran su humanidad común en torno del cadáveres de cuerpos dejados al azar en el desierto; más adelante, ocurre algo similar entre los mexicanos y los soldados estadounidenses que son parientes de migrantes. Gracias a esa solidaridad se salva Anita. Gracias a ella, en la gran trama, el mundo despojado de tecnología logra salvarse también, a pesar de los deseos de las grandes potencias, o por lo menos, tiene la oportunidad de sobrevivir en ese presente nuevo e incierto que representa otra posibilidad.
Creo que para ti narrar tiene que ver con la capacidad de hacerse preguntas, y que con ello le restauras a la narración una dignidad particular. Veo hasta qué punto la narración es un acto necesario, y por eso hago votos porque sigas narrando, y nos invites a narrar las reflexiones de otros mundos posibles, terribles y violentos, pero también hermosos y preñados de nuevas formas de convivencia.

Te mando un abrazo cariñoso,

Rafa