Por Sara LoveraEste 11 de julio se cumplieron 4 años desde que un grupo de 14 mujeres, trabajadoras del sexo y bailarinas fueron atacadas y abusadas por un puñado de soldados que abandonaron el cuidado de urnas electorales, para irse, a lo que se identifica como francachela entre hombres.
Usando todo el poder de sus armas y sus uniformes, irrumpieron en las instalaciones de los bares El Pérsico y Las Playas, ubicados en el municipio de Castaños, Coahuila, contiguo a la ciudad de Monclova. Sacaron a los parroquianos y sin nada ni nadie que los detuvieran violaron a las mujeres que ahí se encontraban, las amenazaron y se rieron de ellas.
La indignación de unos y la sorpresa de otros, llevó a las autoridades municipales de Castaños, encabezados por la regidora Guadalupe Oceguera; a la sociedad de Monclova, de donde grupos distintos se organizaron para manifestarse, apoyar a las mujeres y demandar justicia, así como la intervención del obispo de Saltillo, Raúl Vera, y otras posibles acciones, pero sobre todo la indignación de las trabajadoras abusadas sexualmente fue lo que llevó a la denuncia y, aunque de manera parcial, a detención de los soldados que las habían violentado.
Así la historia pretendió cambiar, por primera vez en México soldados del ejército serían juzgados por el fuero común, nunca antes elementos habían sido detenidos para iniciar un proceso judicial fuera del ámbito castrense.
Las noticias locales del día siguiente dieron cuenta del hecho. Sin sensibilidad, sin tomar nota del horrendo crimen, del delito que constituía y aprovechando la desorientación de la población, calificaron el abuso como una anécdota más de las que ya antes se habían cometido en aquel estado.
Las jóvenes estaban aterradas. No sabían bien a bien, como sucede en todos los casos de violación y abuso sexual, que habían experimentado un acto de dominación inenarrable y artero. Que violar a una mujer, hasta hace muy poco era un asunto sin importancia, lo sigue siendo para muchos y muchas, pero principalmente para las autoridades. Tenían miedo y seguramente en su pensamiento se confundían el miedo y la culpa.
Lo de Castaños es esa forma de “invadir el cuerpo femenino, abusar de la virginidad de una sociedad… la violación sexual a una mujer, no es un asunto privado, como los varones más misóginos y conservadores creen, algunos con caretas de progresistas, que nos han hecho creer desde su poder patriarcal. La violación es un delito contra la humanidad y un asunto de Estado.
Así, en ese entramado difícil de miedo, culpa, pobreza y señalamientos equivocados, ocho soldados fueron detenidos y llevados a la prisión de Monclova para iniciar su proceso judicial por el delito de violación, uso de armas y uniformes exclusivos del Ejército Mexicano, robo y lesiones. Ocho de 12 que fueron reconocidos por las trabajadoras sexuales y bailarinas de Castaños. Sus jefes recibieron protección, fueron detenidos y procesados, en un juicio con muchas dificultades. Las víctimas acosadas. La sociedad inerte.
Fue el obispo de Saltillo, Monseñor Raúl Vera; un pequeño grupo de personas conscientes y una periodista, Soledad Jarquín, de Oaxaca y ahora Premio Nacional de Periodismo, quienes sacaron a la luz los hechos, le dieron seguimiento y aportaron toda su dedicación para que se hiciera justicia.
Dos jóvenes abogadas, Sandra de Luna González y Martha Castillón García, cuya actuación fue de menos a más, también pusieron en juego toda su energía para llevar adelante un juicio contra el máximo poder: el de los militares.
La violación no es un asunto privado, menos cuando la comente un militar, ahí no hay confusión: el Estado es el responsable. Controlar y abusar del cuerpo de una mujer, es en tiempos de paz y en tiempos de guerra, un mecanismo para controlar y con ello pisotear a la sociedad entera. Es un castigo tolerado a la mitad de la población, es el fondo más tremendo de la dominación masculina.
A pesar de los hechos, de la indignación y la denuncia, la realidad habla de impunidad o de justicia a medias. Sólo ocho, de 12 que participaron en lo que se llama violación tumultuaria fueron juzgados, de esos el juez Hiradier Huerta, condenó a cuatro en septiembre de 2008 y en febrero último, en una apelación ante el Tribunal Superior de Justicia, se les redujo la pena que por violación puede ser hasta de 50 años. La reducción de la pena indignó. Es una asignatura pendiente.
Lo más grave es que en tiempos de preocupación internacional por la violencia que se ejerce a las mujeres, sólo por ser mujeres. Esa que se identifica con un término ya aceptado: violencia feminicida, es la indiferencia que se pasea por la sociedad, por las instituciones creadas para hacer justicia.
Es evidente que la falta de un estado democrático; de un sistema de justicia que considere las diferencias entre hombres y mujeres y un sistema educativo que no permite a las personas pensar y desarrollarse, son la base de la impunidad que se yergue en este país, sobre todo cuando se trata de atropellar los derechos de las mujeres. No importa que tanto se diga que México firma los acuerdos internacionales y se pongan en práctica políticas públicas “para el avance de la mujer”, porque lo cierto es que no hay nadie que pida rendición de cuentas y congruencia, ejercicio de responsabilidades del Estado. No hasta ahora.
La parafernalia, los discursos, las mentiras oficiales sobre el problema de la violencia contra las mujeres, se agrega al silencio casi sepulcral que desde un principio rodeó a los hechos. Las mujeres afectadas incluso, en algunos casos, tuvieron que huir de Castaños. La solidaridad se hizo ojo de hormiga conforme pasó el tiempo, el seguimiento fue nulo.
Y la intervención de distintas instancias, incapaz. El horror de aquella noche del asalto, relatado por una periodista como Soledad Jarquín, que no se inmoló, que simplemente cumplió su cometido, es un horror que permanece en las inmediaciones de todos los espacios territoriales del país donde hay abuso militar/sexual que no se reconoce, que no se atiende y que no produce ni responsabilidad ni estremecimiento.
En 1994 tres indias tzeltales fueron asaltadas en un retén militar de Altamirano, Chipas, el caso espera una recomendación de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH); dos asaltos en Guerrero, en Barranca de Bejuco, de otras dos mujeres, no sólo ya llegó a los tribunales internacionales, con una recomendación, mientras las familias de las afectadas siguen acosadas por el ejército.
Numerosas denuncias de las tierras de Oaxaca, en la zona donde la autoridad persigue a poblaciones enteras, como en la zona Loxicha o esa confusa situación de intervención disfrazada en la zona Triqui, se miran con indiferencia. Hay indiferencia por abusos policíacos reiterados en la guerra absurda que estamos viviendo en todo el territorio; se hace caso omiso del significado de una violencia que crece y se reproduce, donde los cuerpos de las mujeres parecen moneda de cambio.
Recordar Castaños, recordar a las víctimas, a las abogadas, a la iglesia de Saltillo y el trabajo profesional de un periodismo que sólo cumple con su obligación en tiempos de tanta alharaca y olvido, duele.
Algunas mujeres de Castaños han vuelto a su vida cotidiana. No recibieron el favor de las instituciones de derechos humanos; no recibieron la atención de los grupos organizados de mujeres; han sido echadas al olvido, mientras sus heridas están ahí. Pero son muchas más las olvidadas, pensadas como pedazos de humanidad a las que se puede mancillar y destrozar, sin que haya justicia.
Hoy en esa zona, devastada por Alex, ardiente y semidesértica, donde también viven injusticia los desocupados de la industria siderurgia, los mineros carboneros que arriesgan todos los días su vida, las viudas de los innumerables carboneros que pueblan el norte de Coahuila, son apenas unos cuantos cadáveres de la democracia imperfecta en que vivimos. Indigna, dice la carta de una amiga que las conoció y las padeció, desde Argentina, indignada y lacera.
Hasta ahora los soldados violadores gozan de buena salud. Los expedientes han sido cerrados. La libertad anticipada se ve como un acto de justicia y hay hasta quienes sinceramente están en contra de la existencia de las cárceles, del oprobio y la represión, sin duda, tanto como el movimiento feminista se opuso sistemáticamente a aumentar las penas a los violadores. No obstante la lista de violadas y asesinadas, sólo por ser mujeres, aumenta día a día. Las leyes son imperfectas, inaplicables o sólo un jirón de buenas intenciones.
En Las Playas y El Pérsico, de Castaños, la música y la vida siguen, imparables.
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