¿Yo
feminista?
Lidia
Aguilar, el reconocimiento de su origen
· Las mujeres
de la frontera las más explotadas
· Llevamos
encima el peso de la discriminación y la opresión
Soledad JARQUIN EDGAR
Lidia Aguilar Aguilar es mixteca de la población de
San Agustín Tlacoltepec, Tlaxiaco, donde nació en la década de los cincuenta
del siglo XX. No tolera la dependencia de nadie y su libertad a decidir es
siempre ejemplar. La triple opresión por nacer mujer, indígena y ser pobre
recorren la historia de su vida en sus primeros años, pero no deja rastro ni en
su piel ni en su memoria, ella transforma esas experiencias y se transforma con
ellas.
Hace unos años, explica en una entrevista, escuché la
palabra feminista y en aquel entonces no distinguía bien de qué se trataba. Pero
siempre he querido, como mujer, que otras mujeres no sufran lo que yo pasé. Esa
es una forma de ser feminista y he ido aprendiendo, con el tiempo, leyendo,
estudiando, tomando cursos, seminarios, diplomados, tomé ese camino que es
importante y he aprendido que cuando una dice que es feminista, debe decirlo
con y por convicción. No se es feminista de palabra, se es feminista por
convicción porque entonces luchas por lo que quieres, entonces si avanzamos con
pasos firmes, pero cuando se es feminista de palabra las cosas se mueren, no
perduran.
Entre la gente que camina en el andador Alcalá, Lidia
Aguilar se distingue por ese caminar rápido y la sonrisa que siempre dibuja en
su rostro, se distingue por su falda a media pierna, su blusa bordada, aunque
cuando se pone seria pareciera otra persona, se ausenta a su niñez, a su
juventud, a sus años de “mojada”, de obrera, al tiempo que le dejó ver que la
desigualdad entre los seres humanos se construye.
Retrata el despojo de lo suyo –su lengua, su
vestimenta y sus costumbres- como una forma de “colonización”, esa conquista de
lo hegemónico, de lo que debe ser igual, de lo que rechaza lo que no es blanco
de piel, a quien no habla castellano y minimiza el conocimiento de los pueblos,
y hace que los otros sean minorías, o se parezcan a ellos, refiere Lidia
Aguilar.
“Crecí hablando el mixteco, mi lengua madre, y cuando
fui a la escuela en tiempos de la castellanización, nos obligaron a dejar de
hablar el mixteco”, afirma con cierto pesar, porque explica que ese despojo
hizo que siendo niña renegara de su lengua y de su origen. Empujada por la
discriminación, rezaba “ya no quiero ser mixteca, quiero ser blanquita, hazme
güerita, virgencita”, recuerda entre risas y el reconocimiento de que lo que
pedía era un imposible, sostiene.
Pero esa negación no sólo era sobre su lengua o su
color de piel, también quería zapatos para ir a la escuela, dejar de andar
descalza, para que ya no fuera objeto de los señalamientos de sus maestros que
insistían que debían “usar aunque fueran huaraches, pero no había dinero ni
para huaraches”.
Muy pronto, Lidia Aguilar se fue de su pueblo, apenas
hablando el castellano, se abrió paso en la ciudad de México, entonces la
ciudad más grande del mundo. Trabajó en casas pero nunca dejó de tomar cursos
“de esto o de lo otro”, se casó, pero pronto se divorció porque “no era bien
tratada por mi esposo y su familia y muy dentro de mi eso no me gustaba”.
Un sistema
social injusto
En los ochenta, Lidia Aguilar conoce a un grupo de
jóvenes que “le abrieron los ojos”, que luchaban por una sociedad mejor, ellos
le dieron algunas lecturas marxista-leninistas, lo que asegura le abrió el
panorama de la vida y la llevan a entender por qué era injusto lo que estaba
viviendo y entiende que esa falta de justicia estaba sustentada en un sistema
social injusto que de alguna forma tenía que cambiar.
“También entiendo qué hay que hacer, qué hay que
luchar desde donde estés porque hay otras maneras de vivir y muchas formas de
ser”, apunta con voz convincente.
Tras el divorcio emprende un sendero que la lleva por
muchos caminos. Primero decide que tiene que trabajar para mantener a su
familia y porque se había propuesto no depender de nadie nunca más. “Me costó
trabajo buscar una forma de vivir, hasta lavé ropa ajena, sufrí y lloré o lo que sea, pero no me morí”.
Las circunstancias eran difíciles, como otros y otras
personas que conocía decidió aventurarse en busca del “sueño americano” y se
pasó de mojada a Estados Unidos de Norteamérica. Así, en carne viva, hoy sabe
que es eso, qué es estar de indocumentada. Durante un tiempo corto trabajó en
el condado de Otelo, en el campo, recogiendo espárragos, cortando flores,
nectarinas, ciruelas, “despatando” manzanas, hasta que la “Migra” me sacó de
aquel país.
Se quedó a vivir en Tijuana, Baja California, en el
norte del país, en la pisca de aceitunas en un rancho de esa entidad. Otras
mujeres le dijeron que era mejor el trabajo en las maquiladoras, ella fue sin
mucha esperanza de ser contratada debido a su condición, “pero para mi buena o
mala suerte me contrataron en la fábrica” y supo en carne viva, qué era ser
obrera y recordó sus lecturas de unos años atrás.
En la maquiladora de implementos eléctricos no estaba
contenta por la explotación que vivía como trabajadora. “A las mujeres no nos
dejaban ir al baño, entonces casi no tomábamos agua para no tener necesidad, el
costo para nosotras era que los riñones se dañaban y tampoco nos daban
utilidades”, refiere muy seria.
Por eso decidió hablar con sus compañeras, porque
teníamos que hacer algo por nuestros derechos, “yo les decía que los coreanos
se llevaban una buena ganancia para su país y que mientras nosotras
terminábamos mal de salud y sin lo que nos correspondía por ley”.
Claro que ellas no querían, tenían miedo de perder su
trabajo, yo les decía que de todos modos nos iban a correr, cuenta ella con
cierta algarabía producida por sus recuerdos. Y sí, la primera represalia para
Lidia Aguilar fue cambiarla al turno de noche, pero eso no impidió que siguiera
tratando de convencer a sus compañeras de que tenían que tomar la fábrica.
Así que armadas con la injusticia que padecían las obreras, tomaron la fábrica un 30 de mayo de 1995. A ella la corrieron y se fue a pelear,
dice, a la Junta de Conciliación y Arbitraje, porque no quería irse solo con su
sueldo que la empresa coreana le ofrecía, eso no era justo, señala. El mayor
aprendizaje que obtuvo fue entender “lo duro que es la vida de las y los
obreros, cuyo costo mayor es perder la salud”.
Lidia Aguilar sostiene que las mujeres de la frontera
son muy explotadas, “porque si aquí hablamos de jornadas de trabajo duro en el
campo, la explotación en la frontera, en las maquiladoras y en la pisca es
mucho mayor, las explota su patrón y su marido, tienen que trabajar en la fábrica
y en la casa, además de ser mamás y hacer todo, son dobles o triples
explotaciones”.
Además, a diferencia de las comunidades, las mujeres
están obligadas a trabajar fuera de casa porque el sueldo no alcanza, se
necesitan dos o más para mantener una casa. En las comunidades es menor, pero
no deja de haber una cierta explotación, porque mientras allá (en Tijuana) trabajan
por un sueldo, aquí lo hacen sin sueldo, entonces por donde quiera que volteen
tus ojos hay explotación para las mujeres.
Sin embargo, acepta que hay una diferencia sustancial
e importante, el respeto que todavía se puede disfrutar en las comunidades a
pesar de todo, en cambio en Tijuana hay mucha violencia que afecta gravemente a
las mujeres.
Aguilar Aguilar pagó su lejanía, en especial por parte
de su familia que “tenía mala impresión de mi, porque no sabían en qué andaba,
de qué trabajaba, en qué oficio, porque soy la única de mi familia -que según
ellos- ha hecho cosas desastrosas”, pero el tiempo cura todo y ahora “ya no me
siento tan ofendida de lo que pensaban de mi”.
El recate de
Lidia y su origen
En su camino formativo, se enorgullece de haber
conocido mujeres que cómo ella estaban luchando por los derechos de las
mujeres. Ha asistido a talleres y diplomados, entre los más recientes destacan
el promovido en Tlaxiaco por el Circulo Profesional para la Formación en
Equidad de Género “Nduva Ndandi”, ahí, refiere, “descubrí las cosas que me
hacían mucho daño y rescaté a la Lidia indígena, la originaria, la mujer que no
se tiene que avergonzar ni de su color ni de su estatura, la que habla por
ellas misma”.
Y es que, añade, tenía una enorme culpabilidad por ser
chaparrita, morenita y “sin muchas carnes”, como la mujer prototipo, pero en el
taller “nos rescatamos, nos miramos de forma diferente”, aprendió a ver a las
otras mujeres como sus iguales y ese fue otro gran principio para esta mujer de
gran estatura emocional e intelectual.
Más adelante asistió a un diplomado de ONU-Mujeres en
la Universidad Nacional Autónoma de México, donde conoció a otras mujeres que
como ella eran indígenas y luchaban por los derechos humanos de las mujeres,
entre ellas refiere a la boliviana Tarcina Rivera Zea; a la nicaragüense Mirna Cunningham y a la mexicana Martha Sánchez,
entre otras muchas que hoy son su ejemplo de trabajo a favor de las mujeres en
sus propias comunidades, como la tarea que Lilia se echó a cuestas en San
Agustín Tlacotepec.
Llevamos
encima la discriminación y la opresión
Lidia volvió a su pueblo natal, volvió a hablar el
mixteco, a vestir su ropa y si es posible de vez en cuando toca la tierra, su
tierra con las plantas de sus pies, como cuando era niña. Hoy Lidia Aguilar,
quien se levanta cada vez que habla para que la vean, dice, es la presidenta
del comité DIF municipal, cargo en el que ha estado durante casi seis años y que
la comunidad le dio en una asamblea para ver “si como ronca, habla”, dice entre
risas.
A pesar de que tenía miedo de no poder cumplir con la
tarea, siempre hubo voces que le decían que no se preocupara, que podía hacerlo.
Lo primero que encontró fue que para las mujeres resultaba muy difícil trabajar
entre ellas, principalmente porque unas y otras hablaban mal de ellas, no se
reconocían. Se aprendió el manual que le dieron sobre lo que podía y debía
hacer “para atender a lo que llaman grupos vulnerables: la niñez, las personas
adultas y las mujeres”, pero sobre todo considera que lo más importante fue
entender a fondo que era eso del “desarrollo integral”.
Dice que finalmente convenció a las mujeres de
trabajar juntas “yo les decía no pueden o no quieren, aún así cuando no quieren
pues yo digo no trabajen juntas, para evitar fricciones”, sin embargo, hoy las
seis agencias y la cabecera municipal tienen sus cocinas comunitarias.
Lidia Aguilar es clara y sostiene que no es que el
programa de las cocinas comunitarias mejoren la condición de las comunidades,
pero ha posibilitado ese encuentro de las mujeres, que han empezado a trabajar
juntas, “a un reconocimiento a partir de que somos mujeres y que llevamos
encima el mismo peso: el de la discriminación y la opresión”.
“Eso lo que a mi me ha interesado, no en sí si llega
mucha o poca despensa, lo importante es que se den cuenta que podemos trabajar
juntas como mujeres y de ahí ir mejorando algunas cuestiones de nuestro pueblo”,
dice esta mujer que ansía aprender y aprender, para luego retransmitir lo
aprendido a otras mujeres.