Palabra de Antígona
Con un nudo en la garganta
Por Sara Lovera
En los años sesenta, mi generación levantada primero en un
conjunto de huelgas obreras y luego en el Movimiento Estudiantil Democrático de
1968, vivía la convicción de que agentes judiciales, llamados de “la secreta”,
se confundían como estudiantes en las manifestaciones y eran enviados por los
grupos en contradicción dentro del poder.
¿Cuál poder? El que amasaban secretarios de Estado,
empresarios, caciques de toda clase. Hacía gala lo acumulado contra un supuesto
amasijo de pobres o militantes identificados como enemigos del sistema como
establecía el Plan Marshall: en suma el comunismo que podría comerse a la niñez
y arrasar con todas las libertades y convicciones del capitalismo liberal, de
los individuos. Hoy han pasado 25 años desde la caída del Muro de Berlín y todo
indicaba que ya nadie jamás podría atentar contra el sistema.
Mucho tiempo supimos que tal vez vivíamos las maldades de
una estrategia desde “arriba” para poder identificar a quienes querían derrocar
al gobierno. Fue el tiempo de la represión “selectiva”, del hartazgo contra
todas las formas del autoritarismo. De la violencia sexual con dedicatoria. Hoy
sabemos que la violencia contra las mujeres está en todas partes sin justicia.
Las universidades, el politécnico y la juventud, se decía,
eran el blanco de esa lucha por el poder. Y esa juventud -yo incluida- era
idealista, con valores y militante sin temores; así nos lanzamos por las más
intrincadas veredas y experimentos, en busca de un mundo mejor, democrático,
socialista, amplio y equilibrado.
La guerrilla, el feminismo, la protesta, las huelgas de
hambre, fueron el signo de esos tiempos y la respuesta fue la guerra sucia,
desatada en las zonas urbanas y rurales, en las montañas de Guerrero, entre
otras. Así, la búsqueda de las y los desaparecidos se convirtió en un rostro
femenino, de madres que encabezó doña Rosario Ibarra de Piedra. Las “doñas”
como les llamamos, quienes apostaron con su entereza y valentía a una justicia
siempre pospuesta; sus luchas transcurrieron
al mismo tiempo que nosotras, feministas, le poníamos hechos y nombre a la
discriminación, a la violencia y
a la desigualdad femenina, en un ambiente de machos, muy machos, de la montaña
a los despachos de ministros.
Hoy, hay mucha historia que contar, muchos y muchas caídas,
encarcelamientos y heridas profundas. Pero esa historia también está llena de
esperanza y creaciones muy diversas de la canción de protesta al teatro
callejero; de la denuncia a la construcción de proyectos. Del sentimiento de
exclusión al cuerpo académico de género. De ahí surgieron y se aclararon las
traídas y llevadas políticas públicas; de los escombros brotaron enormes
contingentes renovados hasta la inauguración del sistema de partidos y la
famosa transición a la democracia.
Nadie, hasta entonces, se ocultaba tras una capucha. Íbamos
tras un sueño. Llenamos nuestra cabeza de sabias palabras, de héroes reales y
guerrilleros asesinados como Ernesto “Ché” Guevara; leíamos a Marx, a Mandel, a
Revueltas, a Lenin, a Trosky, a Sartre, a Simone de Beauvoir, a Kate Millett, a
Carla Lonzi y escupimos sobre Hegel.
Fue así como decretamos la muerte de la Revolución Mexicana
y aceptamos el análisis de todos los Arnoldos Córdova de la época. Por eso
Susana Vidales y Antonieta Rascón nos sorprendieron con sus indagaciones sobre
las feministas de la Revolución Mexicana y nos topamos sin querer con las
liberales con las que coincidimos en la demanda del aborto legal, el voto real
y la libre opción sexual.
Pero nunca, nunca, justificamos la violencia como un
mecanismo para lograr nuestra libertad. Por eso la crisis que hoy vivimos
después de las miles, quizá 60 mil, ejecuciones del calderonismo; las más de 22
mil desapariciones reconocidas oficialmente y el feminicidio como el fenómeno
más inhóspito de nuestro transcurrir como humanas. Nuestra herida es tan profunda que hoy tras
admitirla, es necesario desenredarla.
Por eso no queríamos esa, la violencia, así fuera simulada y
aparentemente admisible, de los primeros anuncios del nuevo zapatismo; nunca
imaginamos que la transición a la democracia dejara tanta sangre en el camino y
menos pensamos en toparnos en cada recodo del camino con los criminales del
narcotráfico y la estrategia para enfrentarlos.
Por eso esta crisis es tan irracional y confusa. Tan triste
porque otra vez ahí están la esposa de un policía, la madre de un estudiante,
la compañera de un militante por defender su tierra; ahí están las mujeres en
su lucha por la igualdad y los girones de llanto y desesperación porque nadie
atina como componer, enderezar la ausencia sistemática del estado de derecho
arrasado por la irracionalidad y nos asombra la incapacidad del aparato para
enfrentar a los delincuentes de todas las clases y niveles que se han tomado
nuestra casa.
Ahí están las cuentas: explosivo es querer construir un
camino, una presa, una reforma en la educación, un plan futuro para crecer.
Algo sucedió muy terrible, a pesar de todas las identificaciones posibles que
dan cuerpo a los Derechos Humanos estampados en los primeros párrafos de la
Constitución.
Hay una enorme masa que no cree en nada. Es urgente hacerse
cargo, sin parafernalia. Urge reconocer que ahí está el acumulado que se ve
como una olla exprés a punto de explotar y lanzar a todo lo alto los frijoles
sobre el techo de nuestras cocinas.
Imposible aceptar, admitir los horrores que esconde
Ayotzinapa, los pendientes de Acteal, las violaciones no resueltas de Atenco,
las tzetzales violadas en Altamirano, Chiapas, todos los escenarios semejantes
a Aguas Blancas, los pendientes de las asesinadas en Ciudad Juárez, la lista
enorme de periodistas caídos y las más de 500 agresiones a informadores e
informadoras sólo este año; en fin, ahí están los
rescoldos de la guerrilla, que no aceptamos, pero que es realmente existente y
vive como una marca de la injusticia milenaria.
La crisis de hoy es distinta. Sí hubo, claro, asaltos y
secuestros, procesos que llamamos de expropiación sin afectar a terceros. Las
mujeres fuimos conformando un cuerpo de conocimientos y respuestas a lo que
identificamos claramente como la opresión de las mujeres; le pusimos nombre
correcto a la desigualdad, ahora llamada de género, tímidamente fuimos
adentrándonos en las coordenadas de la violencia contra las mujeres e
identificamos autoritarismo con desigualdad e injusticia contra la mitad de la
población, toda y contra las y los excluidos del campo y la ciudad
Ahí está la crisis a un solo tiempo de gobernabilidad, de
credibilidad, de una economía devastada y los millones de mexicanos y mexicanas
marginados y expulsados de un bienestar inaccesible y quimérico.
Ya no podemos gritar que es mejor hacer el amor que la
guerra, ni podemos impunemente ocultar lo que nos acosa y nos determina. No
creo en la solución que se busca en las alturas del poder y en cambio me da
mucha rabia que ese camino que se abrió en los años sesenta haya caído en el
fango y la simulación. Vean nada más a los partidos de izquierda, de derecha,
al PRI.
Hoy tenemos que admitir que en esta tierra la vida no vale
nada, ni de las mil 800 asesinadas al año, en mayoría a manos de sus queridos
esposos, amantes, ex maridos y machos, y los 43 jóvenes normalistas cuya vida
se deshizo en un instante bajo fuego y el fango, porque simplemente no hay un
mecanismo de rendición de cuentas ni una cadena de justicia y se nos fue de las
manos la ilusión por la democracia.
Vuelvo a oír horrorizada a los pregoneros de siempre,
anticomunistas e insulsos; a ver como se transcurre sin profundizar, a
comentaristas carentes de capacidad analítica y a esos encapuchados que queman la
puerta Mariana del Palacio Nacional y otro montón de edificios cuya acción
podría justificar lo que se conoce como uso legítimo de la fuerza. Un dintel
hacia el precipicio. ¡Cuidado¡ que nosotras lo sufriremos y los estamos
viviendo en otra latitud y profundidad como se ha demostrado al desmontar los
horrores de la guerra, en cualquier lugar.