martes, 4 de enero de 2011

A Reserva Legalidad, buen gobierno y democracia

Bárbara GARCÍA CHÁVEZ

No es que hagan falta más leyes, en nuestro país existen leyes suficientes para regular la función pública y todas sus acciones, delimitándolas sólo y únicamente a lo que la propia ley determina, es decir, la actividad de las personas que ejercen sus funciones en el gobierno no pueden omitir o hacer lo que se les ocurra o les venga en gana, con el argumento de que “lo que no está prohibido, está permitido”, ésta premisa es válida solamente para los gobernados, nunca para los gobernantes en lo que respecta a su quehacer público o, dicho mas claramente, a sus acciones dentro del gobierno.

Es evidente lo que hace falta es la aplicación de la ley, para lo que se requiere su conocimiento y por supuesto voluntad ética para constreñir cada acción u omisión a la norma jurídica que la regula.

Actuar dentro de la legalidad significa dar certeza a la ciudadanía de que toda acción de sus gobernantes conlleva un objetivo seguro y previsto, por un órgano o poder diferente que asegura que la finalidad de la toma de decisiones es el bienestar general. No basta la existencia de las normas, es necesario que se cumplan y la forma de exigir el cumplimiento de la ley es asegurando la transparencia en la aplicación del derecho, lo que constituye normalmente un prerrequisito indispensable en un Estado democrático de Derecho.
Probablemente en la mayoría de los problemas que nos afectan sea difícil encontrar ámbitos de consenso, pero un marco institucional que se encuentre inmerso en la cultura de la legalidad es un instrumento que asegura liderazgos políticos éticos para afrontar los problemas a los que todo grupo humano se enfrenta.

México un país que no encuentra rumbo, abyecto, sin paz, donde los intereses, la fuerza, la violencia y el dinero de los poderosos, se impone y arrasa a los más pobres, injustamente atropellados, muchas veces por los actores del propio Estado o cuando menos omitiendo sus funciones, actuando fuera y contra la ley, violando impunemente los derechos humanos, de manera especial de quienes consideran más débiles -las comunidades indígenas, mujeres, niños y niñas-.

Eso sucede en nuestra región, los gobernantes los de antes y los de ahora, se confabulan con las élites de poder y dinero, sin sujetarse al Estado de Derecho rompiendo sistemáticamente la legalidad por desconocimiento o bien por apropiarse sin recato alguno de los gobiernos considerando la función pública un negocio o empresa familiar o de grupo.

En el Estado de Derecho no es concebible que los servidores públicos no se sujeten a las normas jurídicas y que las incumplan o menoscaben. Peor aún es que actúen a la luz de la impunidad y en menosprecio a quienes los eligieron y tienen la obligación de cuidar y procurar su bienestar y seguridad. Por consiguiente se requiere que la autoridad electa tenga la legitimación que el voto universal le hubiere conferido y que además la persona que venga a ejercer los actos de autoridad tenga una verdadera vocación por la justicia, un respeto por la libertad de los gobernados y sus actos estén encausados a logar la paz social.

Es necesario que la autoridad esté acotada por un marco legal y claro que debe aplicar, en toda su actuación evitando hacer uso de las discrecionalidades que generalmente recurre en los desvíos de conducta que derivan en actos ilícitos e impunidad.

En principio la norma no se ajusta a las conductas, las conductas deben adecuarse a la norma. Los gobernantes deben ajustarse al marco jurídico y respetarlo, en tanto, las leyes no se modifiquen –deroguen o abroguen – su cumplimiento estricto debe ser cabal.

En Oaxaca, recientemente y con prisa inusitada, por iniciativa del actual gobernador Gabino Cué, se aprobó la reforma a la Ley Orgánica del Poder Ejecutivo, que implica cambios drásticos en la estructura orgánica del ejecutivo estatal y se modificaron los requisitos y estándares de los funcionarios y funcionarias de primer nivel.

Sin aparente racionalidad pareciera fue para resaltar un supuesto equipo de élite en el nuevo gobierno, no sólo contarían con pertenecer a grupos aristócratas de la región, también deberán -dice la nueva ley- contar con títulos y cédulas profesionales; ley a modo que fue imposible cumplir y ahora, a pesar del plazo fatal del gobernador que habló de 24 horas para presentar los documentos o renunciar, la mayoría comenzó su función pública violando la ley, que será así hasta que convaliden su nombramiento o modifiquen la ley reformada; en tanto, los nombramientos que no cumplen los requisitos legales adolecen de nulidad de pleno derecho.

Por otro lado, el nuevo presidente municipal capitalino, haciendo caso omiso a las Ordenanzas municipales, en un afán neófito de diferenciarse de sus antecesores políticos, modifica ocurrentemente el número y nominaciones de las regidurías que están señaladas y reguladas en la norma vigente municipal, sin determinaciones que de facto justifiquen la juricidad semántica de las referidas instancias de “nueva creación”. El colmo de la ilegalidad resulta con el nombramiento de funcionarias y funcionarios de primer nivel que tienen lazos consanguíneos con algunos concejales.

En un espacio donde se gobierna con la ley y el derecho, no cabe la impunidad; la impunidad irremediablemente se traduce en el rompimiento del Estado de Derecho, mermando la certeza y seguridad en la que deben vivir los gobernados. La comunidad perderá la credibilidad y confianza en sus gobernantes, si estos no son capaces de constreñir sus acciones a las normas legales que los rigen.

Quien ejerce el poder debe estar acotado y vigilado por los miembros de la comunidad, tenemos derecho y los atributos republicanos para decidir quienes nos gobiernan, los que deben mandar obedeciendo y esto no sólo es un postulado sin compromiso que se repite en los discursos políticos, es una encomienda constitucional que se origina en la soberanía del pueblo.

El pueblo tendría que creer en sus autoridades y respetarlas, aún apoyarlas sabiendo que quien ejerce el poder lo hará desde una perspectiva del bien de la comunidad.

También deberíamos tener la certeza que no quedarán impunes las conductas que hubieron violentado la legalidad y los postulados de justicia y paz, o de cualquier acto que conlleve la ruptura del Estado de Derecho, de ser así se les sancionará a las o los responsables, quienes sufrirán las consecuencias que la norma jurídica prevé, responsabilidad, inhabilitación y proceso penal en su caso.
En una palabra, en un Estado de Derecho no existe la impunidad, ni las corruptelas que tanto dañan a la sana convivencia.

Mujeres y hombres, en ejercicio pleno de nuestra ciudadanía debemos resguardar nuestras libertades y vigilar que el Estado las respete y garantice mediante la participación ciudadana -que tan en boga está por las instancias de gobierno- y que muchas veces la validan siempre que sea cooptada y controlada.

Corresponde a la ciudadanía defender nuestros derechos, pues siempre existe el riesgo de que el gobernante sienta la tentación de reducir las libertades, bajo la falacia de reglamentar el uso de la libertad o lo que es más grave, que la desconozca y pase sobre ella. El abuso y la intolerancia se da en cualquier tiempo y la han reivindicado desde la derecha y la izquierda, el uso de la fuerza y la violencia no es privativo de los que se fueron, quien rompe la ley desde un principio no actúa desde el Derecho sino por ocurrencias, sin certeza ni seguridad, sino por capricho y voluntarismo.

El Servidor Público debe normar su actuación en apego a las normas y procedimientos establecidos en las leyes, inherentes a la facultad que desempeña y respetar el Estado de Derecho, para lo cual tiene la obligación de conocer, cumplir y hacer cumplir las disposiciones jurídicas que regulen el ejercicio de sus facultades.