Soledad JARQUIN EDGAR
“La discriminación es una práctica cotidiana
que consiste en dar un trato desfavorable o de desprecio inmerecido a
determinada persona o grupo, que a veces no percibimos, pero que en algún
momento la hemos causado o recibido”, así define el Consejo Nacional para
Prevenir la Discriminación (CONAPRED) este fenómeno común y muy corriente en
nuestros días, “época” en la que por cierto, dicen y pregonan, los derechos
humanos se garantizan a la sociedad mexicana.
Esta misma institución señala que son
distintos los grupos discriminados y en esos grupos no están exentas las
mujeres. Todos los días en este país se registran actos de discriminación desde
las instituciones públicas o en las instancias privadas. Ya lo hemos plateado
en varias ocasiones. Las niñas, las jóvenes, las adultas y las adultas mayores
tienen esa historia escrita en sus cuerpos.
Es la discriminación una forma común de
violencia que se manifiesta en formas diferentes: “por motivo de distinción,
exclusión o restricción de derechos”, a pesar de lo que la constitución mexicana
refiera en sus primera líneas que en este país “queda prohibida toda
discriminación motivada por origen étnico o nacional, el género, la edad, las
discapacidades, la condición social, las condiciones de salud, la religión, las
opiniones, las preferencias sexuales, el estado civil o cualquier otra que
atente contra la dignidad humana y tenga por objeto anular o menoscabar los
derechos y libertades de las personas”.
El Reporte de la Discriminación en México 2012
es un documento que establece con claridad como se hace patente la distinción,
exclusión y restricción de derechos en el caso de las mujeres en el trabajo (Pág.
33) donde ellas están marcadas por su edad, estado civil, el hecho de ser o no
jefa del hogar, tener determinado número de hijos y escolaridad.
Es decir, las mujeres enfrentan estos
obstáculos al momento de acceder a un empleo y estas razones están ligadas a la
construcción social que determina que ellas pertenecen al sector de lo privado
(la maternidad, el cuidado de las otras personas, la casa…) como mandatos de
género, de ahí que su acceso al espacio público (donde el trabajo sí es
remunerado) tenga restricciones para las mujeres y hoy nuevamente la derecha
conservadora del país vuelva a culpabilizar a las mujeres como las responsables
de la situación de crisis “moral” que vive el país, a raíz, sobre todo de su
incorporación al mercado laboral, lo que implicó “dejar” la casa.
Basta con observar con detenimiento a nuestro
alrededor para darnos cuenta y percibir ese trato diferenciado en mujeres y
hombres, que se construye a partir del momento del nacimiento de una persona y
que nos condiciona a actuar de una determinada manera, como fuentes de la discriminación
o exclusión o, incluso, del racismo.
Son elementos ligados entonces al sexo con el
que se nace. Separadas de toda actividad que represente riegos las mujeres
aprendemos el miedo y este condicionamiento básico se manifestará en toda
nuestra existencia si no logramos encontrar la llave para abrir otras puertas,
porque ese camino nadie lo enseña, es más en nuestra formación de manera
inconsciente (nuestras fuentes de “educación”) nos llevan a esquivar la
libertad, aunque hay quienes la buscan desde el primer instante en que sufren
alguna forma de opresión, en que entienden el daño que produce la desigualdad y
a veces se encuentra la llave, pero otras no. Tener la llave es también motivo
de sospecha, de exclusión.
Es decir, si nacemos en una familia
tradicional y aunque te manden a la escuela y te conviertas en una buena
estudiante universitaria, en el fondo papá y mamá, la escuela, los medios, las
iglesias, las instituciones, etcétera, durante los primeros 20 años de vida
dispararon ideas de lo que es “una mujer hecha y derecha”, es decir, que tenga
hijos y se case, mejor aún si lo hace por todas las leyes.
Incluso en la literatura –novela y cuento-,
las radionovelas (hoy extintas), las telenovelas (ocho a diez diarias en las
dos televisoras comerciales de México), el romanticismo cinematográfico de ayer
y de hoy, y todo lo que estuviera a nuestro alcance desde Shakespeare hasta Corín
Tellado nos dicen, nos afirman y nos convencen que el final feliz, infaliblemente,
es el momento de matrimonio: “se casaron y fueron felices”.
Sé que a estas alturas habrá quien piense que
eso ya no sucede, pero tan sucede que en los diarios del país, exceptuando algunos,
hay una sección histórica llamada “sociales” que cuenta día con día del
acontecimiento del matrimonio civil o religioso como un hecho noticioso
importante, es un gusto de la gente aparecer en ellas, es el documento que
habla de un sector de la sociedad que ha cumplido.
Casadas y con hijos e hijas, muchas se
incorporan al trabajo para cumplir sus expectativas, ni duda hay de eso, otras enfrentan
el dilema de la crisis, se incorporan al trabajo y ahí empieza o puede empezar
un calvario para ellas como resultado de la multiplicación de tareas. Del cual,
hay que decir, no están exentas las primeras. No solo porque la incorporación
al trabajo es desigual ya que no dejan de ejercer las tareas de la casa, casi
siempre sin ayuda de sus parejas considerando que uno de cada cuatro hombres sí
realizan tareas domésticas. Es decir, el tiempo de las mujeres está ocupado en
el trabajo, no se piensa o casi nunca se piensa en concluir la escuela, en
terminar una tesis, en hacer una maestría o un doctorado y en caso de sí hacer
esa titánica labor académica tan importante, destinan mucho más tiempo a
alcanzar ese objetivo, estoy hablando de años y también me refiera al común de
las mujeres no a las excepciones.
Por ejemplo, una excepción a la regla es la ya
casi doctora Dulce María Sauri Riancho, quien ha sido una destacada política
mexicana y que ahora concluye su doctorado en Historia, loable sin duda. Pero
si comparamos a la ex gobernadora de Yucatán con cualquier otra mujer mexicana
promedio veremos la profundidad de las diferencias.
La generación de mujeres de entre 70, 60 y 50
años se ha enfrentado de manera cotidiana a la sutil discriminación al momento
de solicitar un empleo, al momento de topar “con el techo de cristal”, que no
sabemos si las maestrías o doctorados de la siguiente generación podrá romper.
Son las instituciones públicas, hoy obligadas a la igualdad y las que pregonan
la justicia para las mujeres las que más obstáculos construyen ante el déficit
de documentos universitarios y eso es discriminación. Instituciones permeadas
por los dictados que dejó el anterior régimen de derecha y que les pareció bien
a los gobiernos priistas al retomar el control. Gobiernos, por cierto, hoy en
manos de gente muy joven, muchos y muchas preparados en universidades privadas
y extranjeras, lejos de la realidad mexicana, con mas más oportunidades que sus
madres y abuelas; gente que como decimos se subió al ladrillo y se mareó. Generación
de servidores públicos incapaces de entender los preceptos constitucionales y
mucho menos la realidad.
Una importante cantidad de mujeres que nació
hace 40 o 30 años están condicionadas hoy a cumplir con el mandato de género,
pero también están puestas a seguir sus estudios, la toma de esta decisión
puede o no causar extrañeza en sus familias que más que títulos universitarios esperan
nietos, ellas viven lo que se llama la “presión social” sobre el mandato de la
maternidad y que se expresa en un horripilante dicho mexicano que señala que al
paso del tiempo las vaginas envejecen y que al no producir hijos lo que dan son
tumores. Dicho que como se sabe también repite el personal médico de
instituciones como el IMSS o el ISSSTE. Por tomar la decisión de vidas unas por
lo primero y otras por lo segundo, al final sufren cuestionamientos y tarde o
temprano la exclusión de determinados grupos sociales.
Lo cierto es que no todas las mujeres tienen
oportunidades de ir a la universidad, hay muchas otras y cada vez podrían ser
más, considerando que la pobreza se incrementa y no tiende a disminuir, estas
mujeres jóvenes o adultas se enfrentan a los bajos salarios, a la explotación
de sus cuerpos en maquiladoras, en talleres y fábricas por salarios indignos
para un país que “construye” igualdad.
Así vemos que obtener un cargo público, bueno,
bien pagado, demanda cumplir con dos requisitos fundamentales, la formación académica
y no tener hijos o hijas. Uno u otro. ¿No es esto un acto de discriminación? Cuando
no hay formación académica y se tienen hijos la vulnerabilidad es más
elocuente, es posible perder el empleo por razones de maternidad o cuidado, así
como no obtener un puesto porque se tiene familia, incluso insisto en las
instituciones públicas.
Eso sin contar otras constantes: “buena presentación”
como fundamental para obtener un trabajo, recordemos los anuncios que hace años
emitió una empresa restaurantera que, incluso, daba a conocer las medidas de cintura
y estatura como requisitos; la “experiencia mínima de dos años”, para las
ventas o en para la ciencia, y claro la edad: “no mayores de 30 años” ni para
obtener becas o un trabajo, lo que deja fuera la experiencia, el conocimiento y
todo lo que una personas haya acumulado a lo largo de su vida.
La pregunta es si la discriminación que viven
las mujeres en el campo laboral es invisible o naturalizada, porque las
instituciones gubernamentales, contrario a la constitución, establecen “manuales”
o “requisitos” que son simplemente discriminatorios.
Condena al asesinato de periodistas
El asesinato reciente del
fotoperiodista Rubén Espinoza y los feminicidios Mile Virginia Martín, Yesenia
Quiroz, Nadia Vera y Olivia Alejandra Negrete, ocurridos en el Distrito
Federal, son hechos condenables, de ahí que la exigencia es una: investigar los
hechos sin prejuicios por parte de las autoridades.
Hoy sabemos que Oaxaca y Veracruz son
las entidades de mayor riesgo para el ejercicio periodístico donde, como en el
resto del país, estos crímenes normalmente terminan en el mismo estante de la
impunidad, sin que nadie sea llevado a pagar por esos arteros crímenes.
@jarquinedgar