8 de marzo:
104 años de festejar la lucha de las mujeres por las
mujeres
Francesca Gargallo Celentani
Una historia de amistad, la de
la socialista alemana Clara Zetkin y la polaca Rosa Luxemburgo, un periodo de
grandes cambios políticos desencadenados por la revolución rusa de 1905, que
reveló la importancia del entusiasmo revolucionario de diversos sectores
populares en la lucha contra la burguesía, y un despertar de las mujeres como
partícipes inconformes e innovadoras de todas las clases sociales, confluyeron
para que en el II Congreso de Mujeres Socialistas, realizado del 25 al 27 de
agosto de 1910 en Copenhague, con un centenar de delegadas de 17 países, Clara
Zetkin, fundadora de la revista Die
Gleichheit (La igualdad), propusiera instaurar un día internacional de
homenaje a las mujeres obreras que habían dado su vida para exigir una mejora
sustancial a sus condiciones laborales.
El origen y la razón de ser de
la conmemoración del 8 de marzo están en la necesidad de reconocer a las
mujeres que actuaban en la transformación política del mundo. Era el día de
aquellas que exigían el bienestar de las trabajadoras y sus derechos laborales
y el acceso a una justicia que, so pena de no ser justicia, debía reconocer su
igualdad con los hombres.
Las
socialistas, entonces como hoy, dado el irrespeto generalizado a los derechos
laborales de las mayorías, movían el horizonte utópico al exigir la jornada de
ocho horas y se sindicalizaban para acceder a la seguridad social, a la salud y
al retiro, las vacaciones, el acceso a la educación, guarderías seguras para
las hijas e hijos, el pago de las horas extra y la igualdad salarial con los
hombres. Por supuesto, en 1911, cuando se conmemoró por primera vez el Día
Internacional de la Mujer, una de las principales demandas feministas era el
derecho al voto activo y pasivo, mismo del que hoy las mujeres gozamos, aunque
en la confusión política en que nos vemos envueltas por momentos dudamos de qué
nos sirve.
No
menosprecio la importancia del ejercicio de la ciudadanía plena de las mujeres.
Lejos de mí la idea de disminuir la importancia del haber accedido al
instrumento legal con el que sufragar la propia opción por un tipo de gobierno
mediante la elección de los y las representantes de un colectivo nacional.
Únicamente, dimensiono su trascendencia para las mujeres que no tienen más
opciones que votar listas de hombres o programas que no toman en cuenta sus necesidades.
El
8 de marzo fue instituido después de más de un siglo que las mujeres en Francia
se habían sumado a la lucha revolucionaria de 1789. Le habían seguido
reflexiones, represiones, reorganizaciones en Gran Bretaña y en Estados Unidos.
Las liberales ya pedían el derecho al voto en toda América, en la mayoría de
los países de Europa y en Australia las blancas ya lo había ganado.
Paralelamente, las anarquistas se rebelaban contra la institución matrimonial y
el aprovechamiento capitalista de la mano de obra obrera, subrayando el nexo
entre la opresión doméstica, ideológicamente sostenida por la religión y el estado,
y la explotación laboral.
En
la actualidad, a dos siglos del inicio de un movimiento mundial para el
reconocimiento de las demandas de vida de las mujeres, en todo el mundo seguimos necesitando demostrar que somos
discriminadas, violentadas, asesinadas. Más allá de una serie de
discriminaciones que se superponen y construyen jerarquías entre personas que
son secundarizadas sólo por sus órganos sexuales socialmente construidos, sigue
pareciendo cierto que el femenino es un “segundo” sexo y no parte decisiva de
la definición de humanidad.
Las instituciones y los Estados facilitan la labor
de persecución que cometen los miembros masculinos de la sociedad contra
aquellas que no son -no quieren que sean- representantes de una especie
plurisexuada y socialmente diferenciada. Por sostener un orden que pretende que
la heterosexualidad y sus normas rijan la organización de la convivencia en el
mundo, los estados todavía insisten en que la familia es la célula básica de la
organización social, excluyendo los sistemas comunitarios o no familiares.
Asimismo dejan fácilmente en la impunidad a delincuentes que controlan
violentamente la trata de mujeres y niñas, la prostitución forzada y la
explotación de nuestros cuerpos y trabajos.
La no aceptación de la igualdad y de la participación de las mujeres en todos los
ámbitos de las decisiones de conviviencia es uno de los múltiples factores que
han puesto en crisis la democracia formal y el instrumento electoral.
Es un hecho que entre los
sectores populares, juveniles e intelectuales de todos los
países se extiende la sensación de que hay algo de hipócrita y mentiroso en la
idea, repetida por todos los medios, que la democracia coincide con la emisión
de un voto, cuando en ningún lado las mujeres y los hombres pueden expresar su
mandato y demandar la realización de peticiones correspondientes a sus
necesidades. Eso es, se extiende la sensación de que los candidatos y
candidatas (aunque éstas sean siempre menos que aquellos) a ser “representantes” son miembros de estructuras
ajenas, de una especie de casta o clase política incapaz de entender las
necesidades de sus representados, con quien no comparten el lugar en el sistema
de producción, y son impedidos por dinámicas que los trascienden a trabajar
para el cumplimiento de lo requerido por sus votantes.
La violencia callejera, la organización delincuencial, el
ejercicio de la censura, las agresiones misóginas, la represión de las
sexualidades, el abuso de autoridad, el excesivo enriquecimiento de algunas
personas o grupos, la criminalización de la crítica y de la protesta, la
destrucción ambiental, el control de los cuerpos, la ilegalización de las
migraciones son, de hecho, mecanismos con los que la política de la
representación es disminuida, cuando no directamente impedida.
Es difícil creer en la representatividad de un gobierno
cuando las organizaciones civiles con las que mujeres y hombres intentan
sustituir el vacío de acción al que los han orillado los partidos y las
instituciones estatales, son perseguidas y sus activistas asesinada/os,
silenciada/os o amenazada/os.
A las mujeres, en particular, nos resulta inaudito que la
democracia que sostenemos con ponderar y sufragar nuestro voto sea real cuando,
al demandar reformas legales, impulsamos de manera organizada que se promulguen
leyes que son sistemáticamente violadas. Para poner un ejemplo, ¿cómo podemos
creer que es democrático un gobierno que irrespeta su propia Ley de Acceso de
las Mujeres a una Vida Libre de Violencia, si el más simple, y no por ello menos
fundamental de los derechos, el derecho a la vida, nos es arrebatado sin que el
estado, sus instituciones y sus agentes, intervengan para protegerlo?
Si a ello agregamos la sensación de ser abusadas en
nuestras expectativas de vida, de acceso al conocimiento y de justicia por las
empresas transnacionales e industrias petroleras, mineras, farmacéuticas, militares,
financieras, alimentarias, de alta tecnología, mediáticas y de entretenimiento,
para las que trabajan las policías, los jueces y los ejércitos que deberían
garantizarnos el ejercicio de nuestros derechos, la crisis de validez del
sistema democrático se amplía hasta dejarnos con la sensación de que no tenemos
salida.
En los últimos años, las
mujeres hemos vivido un vertiginoso retroceso en relación a nuestros derechos:
los feminicidios se han incrementado, las autoridades minimizan las
desapariciones y la trata, los jueces ocultan la esclavitud sexual, la
televisión y la publicidad utilizan nuestros cuerpos como productos
comerciales, el acoso es tratado con ligereza por quienes deben combatirlo, la
educación sexual es soslayada en las escuelas, seguimos ganando menos que los
hombres a pesar de que las exigencia sobre nuestra preparación y nuestro
aspecto físico y de presentación sean mayores y seguimos siendo no
contratadas o despedidas de los trabajos cuando estamos embarazadas.
Hay manifestaciones de
descontento frente a todos estos hechos. Rechazos de discursos y protestas,
incredulidades frente a las informaciones oficiales, reapropiaciones del
espacio público mediante el grafiti, organización de colectivos de artistas que
intervienen con imágenes y actuaciones la normalización de situaciones
intolerables como el menosprecio, el racismo, la desigualdad salarial, la
invisibilidad de la discriminación, la trata, la violencia, los asesinatos.
Como en 1910, las mujeres han
vuelto a asumir la urgencia de protagonizar cambios políticos colectivos. Si en
ese entonces la demanda era la igualdad de las mujeres con los hombres,
asumiendo que la ley determinaba la vida en sociedad; en la década de 1970, el
feminismo exigió el reconocimiento de la diferencia de las mujeres para no
reducir el mundo al ámbito de lo masculino, público y destructivo de la
actividad económica. Hoy muchos feminismos van hacia la de-generación de las
personas; eso es, diluyen las construcciones sociales que imponen las
identidades de mujer o de hombre. Buscan descuajar el deber de mantener un
núcleo de convivencia que garantice la reproducción de las personas y el
sistema. Desleen que los seres humanos somos construidos como mujeres o como
hombres, afirmando que esa construcción no sólo no es natural sino que es
innecesaria.
Ser sin sexo no es solo
desfeminizarse, es igualmente desmasculinizar la política. Es fundir lo público
con lo privado hasta desaparecer la separación entre los dos espacios y
reconocerse en la propia corporalidad sin referencia de subordinación a otra.
Es amamantar en el parlamento y producir alimentos en los techos.
Estas acciones son políticas en cuanto pretenden
diluir los sexos en una humanidad no masculina. Sin embargo, son detenidas
mediante múltiples violencias, las de la descalificación y las de la agresión
física. Las mujeres hoy se confrontan con reacciones brutales a su mayor
libertad de movimiento y expresión, alcanzadas gracias a los feminismos de
principios y de finales del siglo XX. Un patriarcado agónico usa los asesinatos
como mordazas y empodera mujeres patriarcales que explotan a otras mujeres para
no transformar el sistema clasista. Aliado con viejas estructuras
colonialistas, el patriarcado racializa y criminaliza a las mujeres cuando
actúan como personas autónomas del sistema patriarcal.
En las sociedades
latinoamericanas, todas de origen colonial pues ningún pueblo originario puede
reconocerse ni en lo latino ni en lo americano, donde el racismo es pan de cada
día aunque la retórica cultural del mestizaje generalizado lo niegue, y donde
la discriminación de género se ha erigido en un patrón de occidentalidad, la represión
de las identidades sexuales disidentes, sean éstas las identidades de mujeres
no dominadas, de hombres y mujeres no heterosexuales, o de hombres no
machistas, se expresa en todos los espacios de convivencia.
Sexismo y racismo son
construcciones que tienden a negar que a) no somos europeos ni descendientes
directos de los conquistadores y b) que no sólo hay hombres, invisibilizando
tanto las historias no oficiales como el hecho que todos los pueblos están
compuesto por mujeres, hombres e intersexuales.
Desde hace más de 500 años la
“botinización” de las mujeres las ha construido como propiedad de un hombre y piezas
políticas de los intereses de la jerarquía católica blanca y colonial. Esa
botinización es resultado de la construcción de sexos generizados, a la vez que
refuerza la separación entre el ámbito de lo propio de los hombres, lo
masculino, y el de las mujeres, lo femenino. A la vez, esa botinización
construye diferencias clasistas entre mujeres con rasgos físicos diferentes,
derivados de su procedencia.
Racializadas, empobrecidas,
expoliadas, las mujeres tienen lugares diferentes en la sociedad colonial,
aunque siempre subordinados a los hombres. La iglesia, los grupos de poder
económico, los gobiernos que éstos impulsan controlan su sexualidad y
coartan su libertad de decidir sobre el ejercicio o menos de la maternidad. En
la actualidad, la campaña permanente de la iglesia católica para el
reconocimiento del derecho a la vida de las células fecundadas (o, como
eufemísticamente dicen, de la vida desde la concepción) corresponde a un
ejercicio de negación del derecho al ejercicio de la democracia por parte de
las mujeres tanto como las campañas de esterilización forzada promovidas por
gobiernos que quieren deshacerse de pueblos que se resisten a la minería, los agrocultivos
genéticamente modificados, el fracking y la megaingeniería hidráulica o eólica.
Esta opresión de género institucional incrementa en la población la sensación
difusa de que la democracia es un fraude, porque la elección real, que es la
elección de una opción que puede ir en contra del poder constituido, puede ser
impedida por ese propio poder.
Una opción política sólo puede
sostenerse en el derecho a optar sobre el propio cuerpo y la propia proyección
de vida. Desde 1972, en México el reclamo por una maternidad libre y voluntaria
es una demanda política del feminismo. Las mujeres tenemos derecho a elegir la
vida que nos conviene, sin la intervención de quien nos hace dudar de ello.
El diálogo entre mujeres nos
urge nuevamente al encuentro.
Y digo diálogo y encuentro entre
mujeres. Insisto: entre mujeres, eso es sin mediaciones de partidos, de
iglesias, de organizaciones no gubernamentales. Para destejer el vínculo entre
racismo y sexismo, entre control y represión, entre dirigencia y mediación es
necesaria la interlocución.
En un diálogo no pueden existir
dirigentes ni ideas a respetar por encima de la realidad que se confronta entre
varias (por lo tanto no hay una idea feminista que esté por encima de otra). No
es fácil dialogar entre quien ha sido racializada como india o como negra, y
por lo tanto ha recibido maltrato institucional, desprecio educativo,
agresiones militares y bajos salarios, y quien tiene los rasgos de la
explotadora, no obstante es indispensable para avanzar no sólo hacia la degeneración
sino también hacia el fin del racismo. El diálogo se construye desde la
horizontalidad del reconocimiento de la mutua
importancia y el respeto al propio estar ante la otra.