Contra la violencia:
Necesarias políticas pública contundentes
*Hay cambios legislativospero el alcance es parcial
Bárbara GARCÍA
CHÁVEZ
“La violencia
contra las mujeres es una horrenda violación de los derechos humanos, una
amenaza global, una amenaza para la salud pública y un escándalo moral”: Ban
Ki-Moon, secretario general de Naciones Unidas.
A instancias de
Naciones Unidas, hace más de 30 años que se firmó en árabe, chino, español,
francés, inglés y ruso la Convención sobre la Eliminación de todas las formas
de Discriminación contra la Mujer (CEDAW). En su artículo 1 define
"discriminación contra la mujer" como toda distinción, exclusión o
restricción basada en el sexo que tenga por objeto o resultado menoscabar o
anular el reconocimiento, goce o ejercicio por la mujer, independientemente de
su estado civil, sobre la base de la igualdad del hombre y la mujer, de los
derechos humanos y las libertades fundamentales en las esferas política,
económica, social, cultural y civil o en cualquier otra esfera.
En su artículo 2,
señala: Los estados parte convienen en seguir, por todos los medios apropiados
y sin dilaciones, una política encaminada a eliminar la discriminación contra
la mujer y, con tal objeto, se comprometen actuar en consecuencia.
En diciembre de
1993, la Asamblea General de las Naciones Unidas aprobó la Declaración sobre la
Eliminación de la Violencia Contra la Mujer, en la que se define como “…todo
acto de violencia basado en la pertenencia al sexo femenino que tenga o pueda
tener como resultado un daño o sufrimiento físico, sexual o psicológico para la
mujer, así como las amenazas de tales actos, la coacción o la privación
arbitraria de la libertad, tanto si se producen en la vida pública como en la
vida privada”.
La Declaración
reconoce que la violencia contra la mujer constituye una manifestación de las
relaciones desiguales de poder que históricamente se han dado entre el hombre y
la mujer; asimismo, afirma que la violencia contra ésta constituye una
violación de sus derechos humanos y sus libertades fundamentales que le impide,
total o parcialmente, disfrutar esos derechos y libertades.
Desde 1994, 32
estados americanos firmaron aceptando los alcances de la Convención
Interamericana para Prevenir, Sancionar y Erradicar la Violencia contra la
Mujer -De Belém do Pará- que en su artículo 7 sucintamente manifiesta:
“Los Estados Partes
condenan todas las formas de violencia contra la mujer y convienen en adoptar,
por todos los medios apropiados y sin dilaciones, políticas, orientadas a
prevenir, sancionar y erradicar dicha violencia y en llevar a cabo lo
siguiente: b) actuar con la debida diligencia para prevenir, investigar y
sancionar la violencia contra la mujer(…) y f) establecer procedimientos
legales justos y eficaces para la mujer que haya sido sometida a violencia, que
incluyan, entre otros, medidas de protección, un juicio oportuno y el acceso efectivo
a tales procedimientos”.
Se pudiera pensar
entonces que después de múltiples foros y conferencias internacionales en las
que se reconocen las libertades fundamentales, se construyen los cimientos de
los derechos humanos en el derecho positivo y se definen los principios que los
rigen: la dignidad, el valor de la persona humana y la igualdad entre las
mujeres y los hombres. En este contexto el Estado mexicano firma
comprometiéndose a consagrar dos principios fundamentales en toda su
legislación: La igualdad entre mujeres y hombres, y la no discriminación.
Sin embargo, las
leyes no se acompañan de acciones comprometidas de los gobiernos; mientras las
políticas públicas no sean concluyentes y contundentes en acciones con
perspectiva de género que promuevan la igualdad y la vigencia de los derechos
ciudadanos plenos de las mujeres, solo habrá demagogia que en la práctica se
traduce en violencia de género permitida y hasta fomentada por las acciones
ineficientes y las omisiones criminales que se institucionalizan en la práctica
social.
El origen de la
violencia de género radica en los valores, principios y creencias de nuestra
sociedad, que en un contexto sociocultural androcéntrico sitúa a la mujer en
posición de inferioridad respecto del hombre.
La violencia es una
construcción social, no una derivación espontánea de la naturaleza, por tanto,
no es individual en su origen, es uno de los principales problemas
estructurales que padece nuestra sociedad y sus consecuencias inciden en el
ámbito de la salud, laboral, económico y familiar.
En los últimos
años, la permanente preocupación frente a la violencia de género dio lugar a
continuos cambios legislativos, pero con un alcance parcial. Se limitaban a
determinados aspectos del problema, enfocando sobre todo al ámbito doméstico,
incluso otorgando figuras delictivas en lo que se le denomina violencia
familiar.
Este abordaje del
problema de la violencia de género requiere una ineludible coordinación entre
los diferentes ámbitos públicos que intervienen a lo largo del proceso como
condición indispensable para una atención de calidad a las mujeres que padecen
situaciones de violencia, así como a los menores que con ellas conviven.
Empero la violencia
de género no solo estriba en el carácter privado en el que aún se le describe
en ese ámbito asistencialista que los gobiernos perfilan a las mujeres
violentadas. No como víctimas de un sistema machista y patriarcal sino como incapaces
que requieren asistencia y no la garantía de sus derechos ciudadanos.
El problema de la
violencia contra las mujeres debe referir respuestas contundentes y eficaces en
el sistema de la justicia, desde su procuración como en la impartición, de tal
manera que el pulso sea la percepción de las mujeres en tanto logre revertir
las prácticas constantes de impunidad y violación constante de sus derechos humanos, discriminación en el
trato, tolerancia de la violencia; deficiencias de investigación,
averiguaciones previas incompletas, mala actuación judicial, actuaciones
procesales sin perspectiva de género, y muy pocas sentencias condenatorias a
hombres a quienes se ha comprobado tener una conducta violenta.
En el mundo, los
esfuerzos continúan. Así llegamos en 2013 a la más reciente declaración
auspiciada por ONU Mujeres, conmemorando la 57 edición de la Comisión de la ONU
sobre la Condición Jurídica y Social de la Mujer, que concluyó condenando los
datos que se registran en torno a que siete de cada 10 mujeres en el mundo
asegura haber sido víctima de abusos físicos o sexuales en algún momento de su
vida, en la mayoría de los casos a manos de sus parejas.
En éste documento
firmado por más de 130 países aprobaron la declaración conjunta que condena con
firmeza la violencia contra las mujeres y niñas en el mundo. Se aprobó, entre
otras cosas, prohibir los matrimonios de menores y los forzados, la mutilación
genital femenina, al tiempo que pide que a las víctimas de violencia se les
facilite contracepción de emergencia y se les posibilite abortar.
Estas referencias
explícitas a los derechos sexuales y reproductivos de las mujeres provocaron la
discrepancia de algunos países, como Arabia Saudí, Irán, LIbia, Sudán, Egipto e
incluso el Vaticano, causado polémica desde su oposición al texto, argumentado
que viola los principios de la ley islámica y se contraponen a los principios
del Corán, que destruyen la moral islámica y el núcleo familiar consagrados en
sus Constitución.