Soledad JARQUIN EDGAR
En sólo unos días habrá terminado el año y esta noche el mundo cristiano celebra la Navidad. La Navidad que es el recordatorio de un nacimiento que cambió la historia, por eso pienso que la Navidad es una propuesta para nuestro propio nacimiento o renacimiento.
En esa reflexión estoy esta mañana. Vivimos en un mundo desigual y pretendemos ser iguales. Entonces es difícil avanzar y enfrentamos dificultades para compartir el planeta tierra con millones de seres humanos que piensan y hacen cosas diferentes a lo que como sociedad esperamos.
Habitamos nuestro planeta, la tierra, donde lamentablemente algunas personas, sí, sólo algunas, concentran y administran la riqueza y la mayoría está desposeída, una mayoría que tiene mucho menos que otros y otras o quizá no tienen nada, absolutamente nada. El rostro de esa pobreza está en la hambruna que recorre el mundo y eso “es inhumano”, decimos con frecuencia.
Seguimos sorprendidos e indignados, porque a pesar de los avances en muchos de los ámbitos del quehacer social, político, científico, artístico y en todo el quehacer humano, persisten las guerras y quienes menos tienen que ver con esos odios, son quienes pagan los altos costos de la violencia.
La muerte de “civiles” –como dicen los partes de guerra, cuando se refieren a mujeres de todas las edades, a los niños y adultos mayores-, se cuentan por miles y millones a lo largo de la historia, son tantas que hay quienes creen que la muerte de personas en la guerra “es natural, que ya éramos muchos”. Es curioso, pero después de una guerra, sea entre naciones distintas o dentro de un mismo país, al final no vemos al vencedor, vemos gente derrotada, devastada, vidas terminadas.
Somos reflejo de la formación que hemos recibido por generaciones bajo un mismo patrón de conducta, siguiendo una misma línea e idénticas reglas, de ahí la intolerancia con quienes no son iguales a nuestro color de piel, edad, costumbres, preferencias sexuales, sexo o porque físicamente las capacidades de esos otros y otras son distintas y, aún peor, porque las otras personas piensan de un modo distinto. Por eso rechazamos, juzgamos, condenamos, excluimos y asesinamos.
Seguimos estereotipando a las personas por lo que hacen, por cómo visten, por lo que dicen y piensan, por la forma en que viven o por la manera en que aman y, curiosamente, con nosotros y nosotras, con nuestro núcleo social o comunitario inmediato sucede lo mismo, alguien siempre nos verá por ser de otra forma y terminará por marginarnos, por discriminarnos en algún momento.
Es esa condición, del poder que no es para servir, donde se piensa, que unos pueden disponer de todos los derechos de quienes son distintos.
Por siglos, se creyó que el color de la piel determinaba poder o esclavitud y a pesar de que se ha demostrado que somos iguales unas y otros, hay necios terribles que siguen esclavizando mujeres y hombres para el comercio sexual o el trabajo forzado. Eso sucede frente a nuestros ojos, en la misma colonia en que vivimos, en el municipio que habitamos, en el bar que frecuentamos.
La diferencia por sexo ha excluido a las mujeres de sus derechos fundamentales y hoy, en este siglo XXI, se escuchan las voces de la misoginia en chistes, atestiguamos el feminicidio, nos horrorizamos frente a la mutilación genital, sentimos la impotencia que produce una violación sexual y la violencia que degrada, que sojuzga, que mata a las mujeres por ser mujeres o se les encarcela porque decidieron tomar, apropiarse de su derecho al cuerpo, transgrediendo con ello la voluntad de los otros, los otros que por siempre han violentado sus cuerpos.
Hoy, discutimos si ser gay, lesbiana, bisexual o persona transgénero es ir contra “natura”, si tienen derecho o no a vivir juntos, si deben o no tener o adoptar hijos e hijas. Y seguimos escuchando necedades que llevan no sólo a señalar, no sólo a criticar, no sólo a condenar, a excluir o marginar, también, como en el caso de las mujeres, se asesina a quienes optan por amar a las personas de su mismo sexo, se llama homofobia.
De igual forma, construimos un mundo, una ciudad, un salón de clases, un centro comercial, un automóvil y todo lo que nos rodea para personas “normales” como nos llamamos a quienes podemos hablar, ver, caminar, escuchar o pensar al mismo tiempo, pretendiendo con ello desechar la presencia de quienes no pueden hacer lo mismo porque están sujetos a una cama, a una silla de ruedas, a la oscuridad o al silencio absoluto. Seguimos ocupando los cajones de los estacionamientos para personas con capacidades diferentes o personas adultas… sólo por recordar que de esa forma queremos ignorar, omitir, ocultar.
Es el mundo común, sin embargo, siempre habrá quienes tienen la esperanza de que algo cambie y luchan por alcanzar ese objetivo. Hay quienes están construyendo una forma de ser diferentes y creen en la posibilidad de transformar la manera de medir la vida, la existencia humana. Lo hacen a diario, ensayan esa otra forma de vida todos los días, nunca se olvidan de hacerlo.
Sí, a pesar del mundo desigual, se elabora desde hace décadas y quizá cientos de años, una nueva fórmula de convivencia. En ella se han depositado pócimas de amor convertidas en hermosas piezas musicales, obras literarias, fantásticas obras visuales sobre lienzos de tela, en piedra o metal…
La naturaleza misma, aún cuando la hemos lastimado sin medida, nos regala hermosos paisajes o esas pequeñas cosas que nuestra virulenta y agitada vida nos imposibilitan ver, sentir, escuchar y admirar.
Nuestras diferencias no deben ser el campo de batalla sino el molde para hacer la nueva receta.
La historia lo cuenta: el racismo, el sexismo, la discriminación, la exclusión o la violencia, escenarios descarnados del dolor que suponemos ajenos, porque le pasa a gente que en la gran mayoría de los casos no conocemos o que vive lejos en Ciudad Juárez, en Tamaulipas, en Monterrey, en Centroamérica o tal vez al otro lado del mundo; violencia que despierta al monstruo morboso que llevamos dentro, cuando durante el día la observamos en la calle rumbo a nuestros hogares, cuando viajamos al trabajo o a través de las muchas versiones de las cajas electrónicas desde la comodidad, que nos da también, el suponer que son otros y otras quienes orquestan estos espectáculos que todavía nos alteran el pensamiento, los sentimientos y preguntamos en silencio y no a gritos ¿por qué?.
Pero no siempre son otros ni siempre somos sólo espectadoras. Cuando nos llega la conciencia y nos obligamos por voluntad a cambiar el mundo, cuando sentimos la necesidad de que debemos invertir la forma de medir al resto, a los diferentes, a quienes no son iguales, entonces dejamos de ser sólo una parte individual y nos convertimos en prohumanas y en prohumanos, así, una sola palabra, sin guiones, sin que nada las separe.
Porque todavía tenemos esa sustancia llamada “posibilidad”. Eso que tiene muchos nombres, pero que juntas se convierten en una sola sustancia: hay quienes le llaman esperanza, le llaman amor, le llaman paz, le llaman solidaridad, le llaman concordia... pócimas intangibles, le llaman enamorase de la vida o enamorar a la vida, le llaman creación humana de lo verdaderamente humano y somos -estos y estas que somos-, quienes poseemos la llave para abrir esa puerta de un mundo mejor, un mundo donde todo puede ser de otra manera:
Practiquemos la tolerancia sin que eso signifique rendirse ante el fanatismo.
Practiquemos la paz sin que ello implique ceder nuestra batalla por vivir.
Practiquemos el amor y que ese amor haga crecer nuestra existencia, nuestra ilusión, nuestra posibilidad.
Practiquemos la esperanza para que la hendidura por donde hoy se cuela esa luz se convierta en una puerta por donde pueda pasar la posibilidad, el amor, la ilusión, la tolerancia.
Practiquemos todos los días, quizá echemos a perder algunas fórmulas, probemos con otras, tendremos que encontrar como revertir el sistema de dolor por un sistema donde la igualdad sea la medida perfecta del prohumanismo.
Entonces sólo así nuestro nacimiento o renacimiento contribuirá a cambiar el mundo.