Soledad JARQUÍN EDGAR
En México, como en muchas otras
partes del mundo, no han sido suficientes ni las leyes ni las instituciones
para eliminar la violencia de la vida de las mujeres, esa es una de la frases
más pronunciadas durante esta semana. Cierto, porque la resistencia más
importante es de tipo humana, personal. Es fundamental cambiar desde adentro y
asumir con consciencia el papel que nos toca desempeñar en la vida, sea en lo
personal o en lo público. El más grave problema lo enfrentamos cuando
discursivamente se habla de “voluntad política” pero los hechos demuestran que
hay un abismo entre del dicho y el hecho.
Así que, contrario a lo que se
esperaba en 1979 cuando se crea la Convención
sobre la Eliminación de todas las Formas de Discriminación Contra la Mujer
(CEDAW), la violencia no ha disminuido, no
hay visos de erradicarla. Lo que sí es cierto es que ahora es más visible.
Muchas personas han oído hablar de ella, saben que es un delito, algunos han
cambiado, otros no.
Como consecuencia de las
circunstancia sociales, políticas y económicas del país, estamos frente a un
nuevo y grave panorama, debido a esa regresión terrible que hoy vivimos, como
en los tiempos de los forajidos cuando entraban a los pueblos y se robaban a
las mujeres, las niñas, las mujeres como parte del botín de los vencedores en
las guerras. Ya se ha dicho desde Elena de Troya hasta hoy, en este instante.
Pero tenemos un problema, hoy el comercio sexual de mujeres deja enormes
dividendos a los perpetradores y la cadena tiene alcances internacionales, pasa
frente a nuestros ojos y pasa frente a los ojos de las autoridades.
Pero como se ha dicho hasta el cansancio
cada quien debe asumir su propia responsabilidad en la propuesta de ser mejores
cada día, sin dejar de lado la enorme responsabilidad que tienen los gobiernos
federal, de los estados y por supuesto los municipales. Actores fundamentales
para lograr erradicar la violencia y que desafortunadamente para las mujeres no
han entendido su papel. Las autoridades, lo hemos dicho hasta el cansancio, son
omisas, permisivas, cómplices y promotoras incansables de la impunidad, y por
consiguiente de la violencia contra las mujeres.
Un funcionariado que con el tiempo se va conformando, se vuelven
parte de una red de complicidades, les da flojera escuchar esas historias
repetidas de mujeres que llegan ante sus escritorios suplicando justicia, pidiendo
su intervención porque el señor les ha vuelto a poner la mano encima, porque
les niega el dinero, porque les quitó a los hijos, porque les volvió a pegar,
porque las amenazó, porque las alejó de su familia y les volvieron a pegar esta
vez no fue con el puño cerrado sino con un palo, tanto que ya no pudieron ir a
trabajar, es más tuvieron que ir ante un médico, que obviamente se olvidó de
aplicar un protocolo, que no se quiso meter en problemas. Ahí frente “a la
justicia” tienen que mostrar los moretones, las laceraciones y si no las tienen
peor para ellas, las vuelven a regañar porque nada s les hacen perder el
tiempo. Son los y las mismas empleadas de gobierno que las revisan
minuciosamente, morbosamente, con miradas inquisidoras si lo que sufrieron fue
una violación sexual, preguntas inadecuadas que pretenden confirmar dichos,
aunque hace mucho tiempo que se terminó eso de que “es tu palabra contra la
mía”, pero ahí sí funcionan los no escritos pactos patriarcales y la misoginia.
Eso sin medir las horas de espera, el tiempo del que una mujer debe disponer
para ser atendida. Y entonces viene lo peor, muchas abandonan sus casos.
Esto que acabo de resumir, no es
una misma historia, son cientos las historias de mujeres que cada día obtienen
lo mismo en las instituciones pública. No sólo suceden en Oaxaca, el modelito
ha existido desde que existen los pactos patriarcales y la misoginia. En las
mujeres hay no sólo temor de hacer una denuncia contra su victimario, también
hay terror frente a la burocracia, ahí ni los o las titulares cambian y los
procuradores se podrán llenar la boca diciendo que han tomado cursos, talleres,
diplomados, seminarios pero esta visto de nada sirven si las instituciones
siguen revíctimizando a las mujeres.
Por eso el cambio, para que sea
real, empieza por cada persona, por cada hombre o mujer. De vez en cuando hay
que hacerse ciertas preguntas, ciertos cuestionamientos, sobre todo aquellos
que aseguran que no son violentos, que ellos serían incapaces de ponerle la
mano encima a su compañera de vida, porque a ellos les enseñaron que las
mujeres no se les pega ni con el pétalo de una rosa.
La
violencia contra las mujeres o de género se produce en una sociedad
desigual y se funda en la creencia de
que las mujeres valen menos que los hombres. Quizá muchas y muchos nos sentimos
ajenos a esa práctica aberrante de la violencia, porque nunca en nuestra vida,
creemos, hemos sido ni víctimas ni victimarios. Esa sensación, esa creencia,
tiene un fundamento en la forma en que hemos sido educados en la casa y, sobre
todo, en lo que aprendemos fuera del hogar.
Así,
quienes estamos mirando desde afuera este escenario cotidiano tenemos que
reflexionar sobre cómo actuamos en el día a día
Cuántas
veces hemos pensado que las mujeres maltratadas, -desde las que reciben un
regaño o desde las que son castigadas con el silencio, hasta las que son
golpeadas, mutiladas o asesinadas, se merecían haber sufrido esa violencia de
género por no responder a los mandatos sociales, por ejemplo por no atender a
su esposo como él había ordenado, por desobedecer las reglas establecidas, por
locas…
Cuántas
veces hemos tenido un primer pensamiento, sin ninguna reflexión de por medio, y
señalamos a una joven violada como la responsable de sufrir ese aberrante
delito porque iba “mal vestida o de forma inapropiada”, porque estaba en la
calle a horas no adecuadas para una mujer, porque era adicta o porque se puso a
tomar con sus amigos. Cuántas veces de esta forma no vemos el delito cometido y
culpabilizamos a la víctima.
Cuántas
veces por nuestra mente ha pasado el dicho de que “el hombre llega hasta donde
la mujer quiere” y creemos firmemente en esa invención decimonónica que busca
perpetuar y justificar la violencia contra las mujeres. Son licencias para
matar.
Cuántas
veces, cuando estamos solos o en un grupo de amigos, volvemos la mirada para
observar el cuerpo de una compañera de trabajo, de una mujer que camina por la
calle…otras veces, incluso, les han dicho un piropo casi siempre desagradable o
las han tocado, sin imaginar siquiera el daño, la repulsión, el enojo, la
indignación que provocan en las mujeres. Por cierto, una violencia que creímos
erradicada y que ha vuelto a las calles.
Muchas
veces, los hombres concurren a espectáculos para caballeros, como les llaman,
sin imaginar de qué forma llegaron esas mujeres a los antros, los cabarets o
prostíbulos; pensamos que a ellas les gusta mostrar sus cuerpos, que lo hacen
por placer, porque son ninfómanas o locas, cuando en realidad es que son
explotadas generalmente por otros hombres, que estamos frente al creciente
fenómeno de la esclavitud sexual de mujeres y de niñas para satisfacción de
varones que pagan por esos servicios y alimentan un delito grave, cada vez
creciente en México y en el mundo, la desaparición de niñas y mujeres. Un
negocio millonario para las mafias que han dejado crecer y pasar las
autoridades.
Mujeres
objeto, mujeres sin nada más que su cuerpo, con historias aterradoras detrás de
las sonrisas que esbozan frente a sus clientes a quienes hay que garantizar el
placer y sus fantasías, alimentadas desde la adolescencia, cuando se les enseña
a ser hombres.
A
cuántas personas conocemos que siendo niñas sufrieron violación en su casa por
parte de su abuelo, su padre, un tío, un primo o un hermano. Un delito que no
se dice, que no se comenta, que está prohibido hablar y por tanto permitido ejecutar.
Lo peor es que la víctima está condenada a vivir con su victimario por el resto
de sus días o hasta que pueden liberarse. La violación infantil contra niñas se
ejecuta en todos los niveles socioeconómicos y casi ninguno llega a tener
justicia. Incluso, en Oaxaca, por ejemplo gracias a la iniciativa del médico
Alejandro Arias, quien falleció hace unos años, el delito ya no prescribe, es
decir, hace menos de una década la impunidad estaba garantizada.
No
hay espacio suficiente, pero hay más muchas más formas de violencia que se
establece desde la institución, como sucede en las instituciones de salud, cada
día más deterioradas, cada día más lejos de garantizar el derecho a la salud de
las personas. Y que decir del fenómeno de la violencia política, el último
bastión del patriarcado, que hoy por determinación constitucional deberá ser
compartido. Una batalla que habrá de librarse a fondo en las elecciones de
2016, un proceso que ya empezó y que niega, hasta hoy, la presencia de mujeres.
No es para menos, hay quienes siguen creyendo que las decisiones políticas son
exclusividad de los hombres. De ahí que han sido excluidas visiblemente de los
gabinetes, de ahí que se piense que deben capacitarse las mujeres, per hasta
hoy nadie nos ha dicho ¿quién capacitó a los hombres? Digo para no ir a la
misma escuela. Pero la muestra más clara es la exclusión de la paridad
horizontal y vertical en ayuntamientos electos por usos y costumbres, exclusión
de la que son cómplices desde el gobierno de Gabino Cué, hasta la misoginia,
además de la ignorancia, de las y los integrantes de la LXII Legislatura local.
Todo
eso y más es violencia de género, violencia sexista, violencia machista o
violencia feminicida y todas esas agresiones y otras peores, tienen un fondo
común: la construcción social que da a las mujeres un lugar disminuido, un
sitio menor, donde los designios de vida son determinados por lo que
socialmente le corresponde hacer y que creemos es un asunto natural, qué así
está establecido, que no se puede romper, que es inamovible.
Hoy,
ejercer violencia denota desconocimiento de los derechos humanos de las mujeres
pero también que esa violencia es un delito; es un acto machista, degrada a
quien la ejerce; pero sobre todo sabemos es un problema de salud pública,
representa la inversión de enormes cantidades de dinero en resarcir sus
consecuencias. Muchas de ellas incapacitantes temporal o de por vida y otras
que terminan con la vida de las mujeres: un dato que ya conocen revela que
desde el año 2000 han ocurrido en el país 23 mil 763 muertes violentas de
mujeres -cada día siete mujeres fueron asesinadas en 2014 en México, o como el
dato oficial de Oaxaca que nos deja ciertamente perplejas cuando revelan que en
los últimos cinco años han sido asesinadas 458 mujeres. Las tres últimas apenas
en la víspera de la conmemoración del Día Internacional para Erradicar la
Violencia contra las mujeres.