domingo, 2 de octubre de 2011

Del teatro a la televisión, seguimos siendo las mismas


Por: Dainerys Machado Vento
(dmachado.vento@gmail.com)

Especial para Género y Comunicación

Además de ser cubanas, Luz Marina Romaguera, Iluminada Quintana y Lala Fundora tienen en común su calidad de protagonistas de tres de las piezas imprescindibles de la dramaturgia nacional. Pero comparten un privilegio mayor: sus nombres se inscriben entre los pocos personajes femeninos que, desde las tablas, han dejado su impronta en los medios masivos de comunicación gracias al cine o a la modalidad de teatro en televisión.
Luz Marina es, según su propio autor Virgilio Piñera, “personaje El fuerte contenido simbólico implícito en la desdramatización de la obra, sin nudos ni desenlaces evidentes, inició en Cuba una época de transición para la dramaturgia nacional, pero sobre todo desde el punto de vista temático.
A partir de ella el signo autobiográfico de los lazos afectivo-dependientes de la familia cubana inauguró una tradición, una corriente dramática en la que luego se inscribieron, entre muchas otras piezas, las comedias de Héctor Quintero Contigo pan y cebolla (1962) y El Premio Flaco (1964), protagonizadas también por personajes femeninos: Lala e Iluminada respectivamente.
A pesar de las marcadas diferencias a nivel de diálogo, estética y contenido en las tres piezas, estas muestran, como parte de un canon reconocido, rasgos comunes. Las tres acercan al espectador a un período de (des)esperanzas en la vida de familias cubanas de clase baja, que giran afectivamente en torno a mujeres maduras, amas de casa y frustradas, incluso en sus ideales hogareños.
Y en la última década, durante la cual se produjeron sus respectivas promociones a la televisión o al cine, Luz Marina, Iluminada y Lala han sido representadas intactas, como personas tradicionales en los roles sociales más conservadores de lo femenino. A pesar del tiempo transcurrido entre sus escrituras y sus puestas en pantalla, no han existido reinterpretaciones de esas miradas, ni de sus anhelos y limitaciones.
Para nadie es un secreto que Cuba vivió la década de 1950 bajo el síndrome de la aldea, con la mirada puesta en la sociedad estadounidense que regentaba económica y políticamente al país, pero atada a una hipócrita mojigatería social. Es que los movimientos feministas que se desarrollaron desde principios de siglo tuvieron su eco más profundo solo en algunos sectores. Las tramas de las obras teatrales aquí referidas, a pesar de las fechas de sus escrituras, se desarrollan en esos años ‘50, de contenciones sobre todo para la clase baja y medio burguesa a las que pertenecen sus protagonistas. Ellas son reflejo y símbolo de esas contradicciones.
Sus objetos del deseo las delatan: Luz Marina anhela un ventilador, Lala un refrigerador e Iluminada una vivienda; todos artefactos típicos del glamour que asumió en esa década ser ama de casa. Cada una supone que eso solucionará sus problemas existenciales. Ninguna comprende —ni por un diálogo— la enajenación de la que son víctimas en una sociedad subdesarrollada y, sobre todo, machista.
De los ’50 a los 2000
Lala Fundora es la cuidadora de su familia, una ama de casa preocupada por mantener apariencias de éxito. En 2002 llegó a la televisión nacional con el mismo elenco que la llevaba a las tablas del Teatro Mella en la capital por esa fecha. La primera actriz cubana Alina Rodríguez la interpretó bajo la dirección del propio Quintero. Años antes, la telenovela Para el año que viene había hecho las delicias de los receptores con una adaptación de la pieza. En ambas ocasiones, y salvando las diferencias entre un género y otro, las versiones resultaron apenas poner cámaras donde iría la cuarta pared del teatro.
Iluminada es en El premio flaco una artista frustrada. La suerte de ganar la lotería y obtener así una casa —símbolo de prosperidad, estatus social— solo le sonríe como un espejismo pasajero. Representada
siempre como una mujer poco agraciada, tanto en la pieza original como en la adaptación cinematográfica, vive sometida a un esposo desabrido y alcohólico, como única herencia de su trabajo en el circo.
La misma Iluminada —su nombre es paradoja de sus muchas tragedias— se erige como victimaria de una hermana menor, quien encuentra en la prostitución la salida a una vida de miserias y, sin embargo, se manifiesta también como guardiana celosa de las apariencias de una “mujer decente”, “virgen hasta el matrimonio”.
El premio flaco retrata además una competencia insana entre todos los personajes femeninos que intervienen en la trama. Cada una se considera “la mejor madre”, “la más bondadosa”, “la mejor esposa” en un eterno retorno a la asociación de la maternidad y el hogar como espacios de legitimación femeninos a pesar de la miseria más sórdida. Lo que pasa es que la representación de tal proceso no se establece desde la crítica, ni siquiera del llamado de atención a la posición estrictamente tradicional de ninguna de esas mujeres. La mirada del autor y de los sucesivos realizadores pone el dedo sobre la pobreza como estado denigrante, sin detenerse en que ser mujer y pobre en una sociedad machista es mucho peor que ser hombre y pobre, tal como lo demuestra la construcción de los personajes masculinos ahí representados.
Bajo el mismo título de El premio flaco, la historia de Iluminada llegó al cine en 2009, con la interpretación de Rosa Vasconcelos y dirección de Juan Carlos Cremata e Iraida Malberti. Su legitimación como pieza dramática quedó de sobra probada cuando los diarios anunciaron ese mismo año que había conquistado cuatro premios colaterales en el 31 Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano, a pesar de que los espectadores nunca abarrotaron las salas oscuras como suele suceder con los estrenos nacionales.
Cuando comienza el drama de Aire frío, Luz Marina es una mujer más joven que Lala e Iluminada y, como la protagonista de El premio flaco, tampoco ha podido ser madre. No obstante, carga con las responsabilidades de hermanos menores y padres viejos. Como mismo Quintero aseguró siempre que Lala Fundora era su propia madre, Piñera señaló a la familia de su pieza más conocida como una representación de la suya.
Tal como ha afirmado la colombiana Patricia Ariza, una de las voces más representativas del feminismo y la escena en el continente: “a partir de la historia del teatro uno puede analizar hasta la situación económica y política de la sociedad en un momento determinado. Un buen antropólogo toma las piezas y ahí está la historia de la humanidad”.
De ahí que sea totalmente comprensible que en la década de los ’50 y los ’60 del siglo XX, tres personajes femeninos y tradicionales hayan hecho época en un incipiente teatro nacional. La reducción de la mujer de las clases más bajas de entonces al mundo privado era un hecho.
Solo que Luz Marina llegó a la televisión en el año 2000, interpretada por la conocida actriz Isabel Santos y bajo la dirección de Ricardo Miguel. Las tres horas de duración de la pieza original fueron condensadas en 92 minutos de una escena totalmente realista, con visos históricos, en la que su protagonista no se quita los rulos de la cabeza ni en sus salidas sugeridas a la calle.
De hecho, una ilustración de Roberto Ramos que recrea al mismo personaje, fue la imagen del pasado Trece Festival de Teatro de La Habana 2009. Tanto en los carteles como en el spot televisivo, Luz Marina fue representada una vez más como una mujer parsimoniosa, especie de Penélope de la escena, que no hace más que coser.
Parece que el temor a releer los clásicos ha propiciado que los personajes femeninos de más relevancia teatral hayan sufrido similares destinos. Santa Camila de La Habana Vieja, de José Ramón Brene, marcó con su estreno en 1962 un acercamiento sin precedentes del público cubano a la escena, motivado por el
reflejo de los eufóricos cambios de los años revolucionarios que retrataba el autor en el mundo marginal de la protagonista. Su versión más reciente para la televisión llegó en 2002, en la piel de Luisa María Jiménez y bajo la dirección de Belkis Vega.
Pero entonces Santa Camila siguió siendo una mujer desbordada de tradicionalismo, atada a Ñico, su marido. Al igual que en la obra dramática, él se inserta al proceso social, estudia, se supera, mientras ella permanece con fe ciega en su existencia casi surrealista, centrada en atender y celar a su marido, además de ofrendar a los santos.
La deficiente estructura dramática de la pieza original y su reproducción posterior solo viene a reforzar la imagen de la mujer como objeto del mundo privado, independientemente de cualquier efervescencia social: Ñico cambia sin transiciones, sin motivos explícitos ni sugeridos, mientras Camila es incapaz de hacerlo. La posibilidad de perder a su marido por una mujer más sofisticada, maestra y miliciana, es lo único que provoca en ella una voluntad de transformarse… pero solo en las apariencias.
El riesgo de tales representaciones está en que, por masivo que sea en Cuba el teatro —un criterio cuestionable ante la persistencia de un público repitente y una cartelera mayormente deprimida—, la televisión es la responsable indiscutible de visibilizar, deconstruir y legitimar estereotipos. Actualmente en cada provincia del país funciona casi siempre un teatro principal y un par de salas con programación esporádica. Mientras, la televisión ha incrementado su programación en la última década a cinco canales nacionales, dos de ellos con 24 horas de transmisión y al menos uno con alcance local en cada provincia.
Aunque el teatro es aún la oveja negra en la parrilla de la programación, las pocas heroínas que desde las tablas han saltado a esos medios masivos son arcaicas en sus representaciones de la cubana de hoy. Una situación muchísimo más limitada sucede en los dramatizados de la radio.
¿Rupturas?
Es llamativo que sea un personaje femenino interpretado por un actor masculino travestido (Osvaldo Doimeadiós), quien simbolice una ruptura en este patrón. La Santa Cecilia de Abilio Estévez, que Tomás Piard versionó en 2006 para la televisión sobre la base de la puesta de Carlos Díaz, es extrovertida, sin ataduras familiares. Pero es una especie de ser mítico, de alter ego de La Habana.
Valdría preguntarse entonces si hay que revisar la escena cubana con la suerte de difundirse a través de los medios masivos, o si el teatro de manera general conserva y reproduce la imagen de la mujer tradicional. Revisitar la obra de las y los más jóvenes, conocidos en su mayoría como novísimos, sería un buen ejercicio, por cuanto se incluye en ese grupo un número importante de autoras. Pero eso sería trigo para otro comentario.
Mujeres valientes, rebeldes, transgresoras, más parecidas a las de este siglo, aunque todavía con ataduras moralistas u hogareñas, aparecen en las obras de una generación intermedia de dramaturgas y dramaturgos como Esther Suárez Durán, Nara Mansur, Amado del Pino, o en las adaptaciones teatrales del mismo Carlos Díaz. Solo que esas no han tenido la suerte de ser elegidas para descubrirlas al gran público.
Lo más contradictorio de esta selección predominantemente machista es que aunque en Cuba ellas continúan siendo el número más pequeño entre los directores, son las mayores consumidoras de teatro, actúan, son las vestuaristas y productoras más activas. Una ecuación que se repite en la televisión.
Es cierto que las cifras no son idóneas para analizar los fenómenos a los que se someten a diario las producciones artísticas, pero quizás en este caso sirvan para probar por qué aún son Iluminada, Lala, Luz Marina y Santa Camila, las mujeres más legitimadas del teatro cubano en la televisión.

*Dainerys Machado Vento
Periodista e investigadora cubana, egresada en 2009de la Facultad de Comunicación de la Universidad de La Habana. Trabaja como reportera de la revista Bohemia y es editora de la web oficial de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC). Se ha dedicado a investigar sobre teatro cubano y se ha especializado en la figura de Virgilio Piñera. Textos suyos aparecen en las revistas Tablas y La Jiribilla, además de en otros medios impresos y digitales.
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