Mujeres
y Política
Calderón,
dios de la muerte
Soledad JARQUÍN EDGAR
Ahora sí las horas están contadas y el relevo
presidencial está en puerta. Vendrán las evaluaciones correspondientes, yo sólo
voy a confirmar lo que he dicho desde hace seis años, desde que Felipe Calderón
soltó al diablo.
El país se fue tiñendo de rojo por la sangre de
miles de personas asesinadas por una guerra cruenta que está muy lejos de la
imaginación calderonista que pregona resultados frente a las mafias, pero la
realidad inocultable se revela distinta y abismal a su falsa afirmación.
Además del borgoña, hay otro color sobre el país: el
negro, por el luto de igual número de familias que perdieron a uno o varios de
sus integrantes, a veces hubo cuerpos y una tumba, en cientos más persiste la
ausencia, la incertidumbre, la herida que no cierra y se abre aún más ante la
falta de respuestas, de justicia.
El tiempo actual, es de terror, ni duda cabe. No hay
esperanza de que la claridad de un “nuevo” proyecto político aleje al país de
la violencia o lo acerque a la libertad, a la paz social. Para no engañarnos lo
decimos, será difícil que ese país sin violencia y en libertad llegue con el
priista Enrique Peña Nieto, porque muchas de las instituciones de seguridad y justicia
han sucumbido tras años de ser socavadas por la corrupción de quienes se siguen
vendiendo al mejor postor, al que paga más, ese patrón que opera fuera de la
ley, el narcotráfico, el crimen organizado o, incluso, que siguen al servicio
de las mafias del poder político y económico.
Viudas-madres, madres y padres huérfanos de sus
hijos e hijas desde Ciudad Juárez hasta Quintana Roo; “accidentes” que
clarifican la descomposición administrativa como la ocurrida en la Guardería
ABC en Hermosillo, Sonora; la venganza para
saldar cuentas y sembrar el terror, controlar o ganar terreno, como la tragedia
de Villas de Salvárcar o la crueldad mostrada en el Casino Royal o las matanzas
cruentas en discotecas que para no alarmar al país se quedaron en el silencio.
Asesinatos de jóvenes “confundidos” o calificados de
delincuentes en colonias populares, canchas deportivas o frente a una de las
más sofisticadas instituciones de educación pública superior del país, el Tec
de Monterrey; los multihomicidios en carreteras como la de San Fernando, una
avenida en Veracruz, el descubrimientos de fosas clandestinas y en otros
kilómetros de asfalto o terracería donde soldados, policías y delincuentes
jugaron al tiro al blanco acertando sobre
los cuerpos de mujeres y hombres de todas las edades; los miles y las
miles de personas desparecidas, el tráfico de mujeres y niñas con fines de
explotación sexual y la violencia sexual contra ellas convertidas en botín de
guerra, alcanzando proporciones inadmisibles para el avance de cualquier
sociedad y por supuesto la invisibilidad del feminicidio frente a la danza de
sangre.
Estamos hablando de casi 72 mil asesinatos relacionados
con grupos criminales, como reveló un estudio del Semanario Zeta, mismo que
comprendió cinco años y medio del sexenio de Felipe Calderón. La violencia como
epidemia, cuyo promedio diario fue de unas 40 personas asesinadas.
Un país que de ciudad en ciudad se fue paralizando
de norte a sur y de este a oeste, de poblaciones enteras que cierran sus
puertas y ventanas apenas se oculta el sol, donde sólo se murmura, no hablan
del asunto, esquivan las miradas frente a quien se sabe controla la zona y
tiemblan frente a la presencia no siempre protectora de policías corruptos o
soldados enseñados a actuar con crueldad frente a la población.
Desde que Calderón soltó al diablo, México es en
general un país violento, inseguro, cada vez más catastrófico, sangriento, las
cifras no mienten. Estos años nos han mostrado que la gran mayoría de la
población no comulga con las canciones ni refranes con los cuales le pelábamos
los dientes a la muerte. Comprobamos que la conmemoración de muertos no se
remitió sólo al 1 y 2 noviembre de cada año sino que se prolongó dolorosamente
durante un sexenio por la decisión desafortunada del Ares mexicano: Felipe
Calderón.
INEGI señala que entre 2005 y 2011, la cifra de
homicidios pasó de 9 a 24 por cada 100 mil habitantes, la razón ya la sabemos,
la guerra desigual con la delincuencia, los carteles, las bandas, los grupos
delincuenciales que atropellaron a la población civil, y que en mayor o menor
medida, la mantienen secuestrada y cuyos testimonios se escuchan y se han
documentado en Chihuahua, Durango, Nuevo León, Tamaulipas, Veracruz, Sinaloa,
Michoacán, Estado de México y también en Oaxaca, Puebla, Chiapas, Guerrero…en
todo el país.
La sensación general es de pérdida, nos arrebataron
la tranquilidad; palpamos la desigualdad social, que se ha profundizado en México,
cientos de asesinatos sin aclarar, sin atender siquiera, nombres que se perdieron
en interminables expedientes a los que por carecer de importancia “humana”,
dinero o peso político se les dejó en el olvido, mientras otros relacionados
con hijos de “prominentes hombres”, tuvieron respuesta y lo que se llama
justicia expedita.
México es hoy el país donde, para acabar pronto, las
personas honestas son calificadas como delincuentes y de delincuentes que
siguen siendo considerados honestos amparados en el poder económico o político,
tras un cargo de elección popular o un puesto público de alto nivel. Rumores
que se traducen en nuestras peores pesadillas.
Sin duda este sexenio que termina tiene para la
población un saldo de pérdida. La necrópolis de Calderón, el Ares mexicano, es
el espectáculo más doloroso y lleno de impunidad jamás antes visto. Se atentó y
sigue atentando contra la libertad de informar, se pasó del despido de
periodistas de sus medios por presiones políticas a la amenaza y de éstas a la
desaparición de al menos 9 de ellas y ellos, y el asesinato de otros 44, según la
organización Artículo 19. La otra noticia, quien más violentó el derecho a la
libertad de información fueron servidores públicos y claro le siguió la
delincuencia organizada. ¿Qué rostro tiene el enemigo de la libertad?
México es terreno minado que provoca pérdidas que se
extienden en otras mujeres que se quedan huérfanas de sus hijas e hijos al
cruzar México desde Centroamérica en ese viaje sufrido que nos revela y
confirma que el nuestro es un país dominado por la delincuencia, la
oficialmente establecida desde las oficinas y la común y que le llaman “organizada”.
México un país donde los funcionarios se vuelven
cínicos, como el “fiscal” de Atención al Migrante de Ixtepec, Oaxaca, Nahúm
Pineda Montero, quien le dice a las madres de la caravana que hay un tramo de
250 kilómetros entre Guatemala y Ciudad Arriaga (Chiapas), donde abordan un
tren que atraviesa el país, pero ese tramo, dice en una nota periodística de
CNN, “les lleva unos cinco días, en los cuales deben pasar por
zonas donde son víctimas de asaltos, violaciones y accidentes”. Saben lo que ocurre
pero no hacen nada para impedirlo. La impunidad desbordante, aterra saber
que ese fiscal todavía le pagan un salario con los impuesto de una buena parte
de la población mexicana.
México es una necrópolis. Esta semana el país le
rindió culto a la muerte, a sus muertos y muertas, pero sobre todo a las
mujeres y hombres asesinados y desaparecidos, Ares Calderón contempló el escenario
de camposantos encendidos y borrachos por el olor del cempasúchil, se sonríe
ante las cámaras, se le nota satisfecho tras dejar su grave ofrenda de
corazones jóvenes en una vasija, luego bebe la sangre. Fueron seis años de
llamar a la muerte, su alter ego.
¿Qué sigue? Sin duda el reacomodo será doloroso,
habrá cuentas que ajustar en lo político, en lo económico del lado institucional
y del otro mando, el de la delincuencia organizada también se moverán algunas
piezas, un juego temerario de fuerzas para establecer desde un principio quién
manda en este país.
Posdata para Gabino Cué: Se acaba el tiempo, el año
por la no violencia contra las mujeres también inició la cuenta regresiva y
como con Calderón, los resultados los de papel. ¿Ya leyeron Las Caracolas?