sábado, 14 de septiembre de 2013

¿Yo feminista? Lidia Aguilar, el reconocimiento de su origen



¿Yo feminista?
Lidia Aguilar, el reconocimiento de su origen
·      Las mujeres de la frontera las más explotadas
·      Llevamos encima el peso de la discriminación y la opresión

Soledad JARQUIN EDGAR
Lidia Aguilar Aguilar es mixteca de la población de San Agustín Tlacoltepec, Tlaxiaco, donde nació en la década de los cincuenta del siglo XX. No tolera la dependencia de nadie y su libertad a decidir es siempre ejemplar. La triple opresión por nacer mujer, indígena y ser pobre recorren la historia de su vida en sus primeros años, pero no deja rastro ni en su piel ni en su memoria, ella transforma esas experiencias y se transforma con ellas.
Hace unos años, explica en una entrevista, escuché la palabra feminista y en aquel entonces no distinguía bien de qué se trataba. Pero siempre he querido, como mujer, que otras mujeres no sufran lo que yo pasé. Esa es una forma de ser feminista y he ido aprendiendo, con el tiempo, leyendo, estudiando, tomando cursos, seminarios, diplomados, tomé ese camino que es importante y he aprendido que cuando una dice que es feminista, debe decirlo con y por convicción. No se es feminista de palabra, se es feminista por convicción porque entonces luchas por lo que quieres, entonces si avanzamos con pasos firmes, pero cuando se es feminista de palabra las cosas se mueren, no perduran.
Entre la gente que camina en el andador Alcalá, Lidia Aguilar se distingue por ese caminar rápido y la sonrisa que siempre dibuja en su rostro, se distingue por su falda a media pierna, su blusa bordada, aunque cuando se pone seria pareciera otra persona, se ausenta a su niñez, a su juventud, a sus años de “mojada”, de obrera, al tiempo que le dejó ver que la desigualdad entre los seres humanos se construye.
Retrata el despojo de lo suyo –su lengua, su vestimenta y sus costumbres- como una forma de “colonización”, esa conquista de lo hegemónico, de lo que debe ser igual, de lo que rechaza lo que no es blanco de piel, a quien no habla castellano y minimiza el conocimiento de los pueblos, y hace que los otros sean minorías, o se parezcan a ellos, refiere Lidia Aguilar.
“Crecí hablando el mixteco, mi lengua madre, y cuando fui a la escuela en tiempos de la castellanización, nos obligaron a dejar de hablar el mixteco”, afirma con cierto pesar, porque explica que ese despojo hizo que siendo niña renegara de su lengua y de su origen. Empujada por la discriminación, rezaba “ya no quiero ser mixteca, quiero ser blanquita, hazme güerita, virgencita”, recuerda entre risas y el reconocimiento de que lo que pedía era un imposible, sostiene.
Pero esa negación no sólo era sobre su lengua o su color de piel, también quería zapatos para ir a la escuela, dejar de andar descalza, para que ya no fuera objeto de los señalamientos de sus maestros que insistían que debían “usar aunque fueran huaraches, pero no había dinero ni para huaraches”.
Muy pronto, Lidia Aguilar se fue de su pueblo, apenas hablando el castellano, se abrió paso en la ciudad de México, entonces la ciudad más grande del mundo. Trabajó en casas pero nunca dejó de tomar cursos “de esto o de lo otro”, se casó, pero pronto se divorció porque “no era bien tratada por mi esposo y su familia y muy dentro de mi eso no me gustaba”.
Un sistema social injusto
En los ochenta, Lidia Aguilar conoce a un grupo de jóvenes que “le abrieron los ojos”, que luchaban por una sociedad mejor, ellos le dieron algunas lecturas marxista-leninistas, lo que asegura le abrió el panorama de la vida y la llevan a entender por qué era injusto lo que estaba viviendo y entiende que esa falta de justicia estaba sustentada en un sistema social injusto que de alguna forma tenía que cambiar.
“También entiendo qué hay que hacer, qué hay que luchar desde donde estés porque hay otras maneras de vivir y muchas formas de ser”, apunta con voz convincente.
Tras el divorcio emprende un sendero que la lleva por muchos caminos. Primero decide que tiene que trabajar para mantener a su familia y porque se había propuesto no depender de nadie nunca más. “Me costó trabajo buscar una forma de vivir, hasta lavé ropa ajena, sufrí y lloré o  lo que sea, pero no me morí”.
Las circunstancias eran difíciles, como otros y otras personas que conocía decidió aventurarse en busca del “sueño americano” y se pasó de mojada a Estados Unidos de Norteamérica. Así, en carne viva, hoy sabe que es eso, qué es estar de indocumentada. Durante un tiempo corto trabajó en el condado de Otelo, en el campo, recogiendo espárragos, cortando flores, nectarinas, ciruelas, “despatando” manzanas, hasta que la “Migra” me sacó de aquel país.
Se quedó a vivir en Tijuana, Baja California, en el norte del país, en la pisca de aceitunas en un rancho de esa entidad. Otras mujeres le dijeron que era mejor el trabajo en las maquiladoras, ella fue sin mucha esperanza de ser contratada debido a su condición, “pero para mi buena o mala suerte me contrataron en la fábrica” y supo en carne viva, qué era ser obrera y recordó sus lecturas de unos años atrás.
En la maquiladora de implementos eléctricos no estaba contenta por la explotación que vivía como trabajadora. “A las mujeres no nos dejaban ir al baño, entonces casi no tomábamos agua para no tener necesidad, el costo para nosotras era que los riñones se dañaban y tampoco nos daban utilidades”, refiere muy seria.
Por eso decidió hablar con sus compañeras, porque teníamos que hacer algo por nuestros derechos, “yo les decía que los coreanos se llevaban una buena ganancia para su país y que mientras nosotras terminábamos mal de salud y sin lo que nos correspondía por ley”.
Claro que ellas no querían, tenían miedo de perder su trabajo, yo les decía que de todos modos nos iban a correr, cuenta ella con cierta algarabía producida por sus recuerdos. Y sí, la primera represalia para Lidia Aguilar fue cambiarla al turno de noche, pero eso no impidió que siguiera tratando de convencer a sus compañeras de que tenían que tomar la fábrica.
Así que armadas con la injusticia que padecían las obreras,  tomaron la fábrica un 30 de mayo de  1995. A ella la corrieron y se fue a pelear, dice, a la Junta de Conciliación y Arbitraje, porque no quería irse solo con su sueldo que la empresa coreana le ofrecía, eso no era justo, señala. El mayor aprendizaje que obtuvo fue entender “lo duro que es la vida de las y los obreros, cuyo costo mayor es perder la salud”.
Lidia Aguilar sostiene que las mujeres de la frontera son muy explotadas, “porque si aquí hablamos de jornadas de trabajo duro en el campo, la explotación en la frontera, en las maquiladoras y en la pisca es mucho mayor, las explota su patrón y su marido, tienen que trabajar en la fábrica y en la casa, además de ser mamás y hacer todo, son dobles o triples explotaciones”.
Además, a diferencia de las comunidades, las mujeres están obligadas a trabajar fuera de casa porque el sueldo no alcanza, se necesitan dos o más para mantener una casa. En las comunidades es menor, pero no deja de haber una cierta explotación, porque mientras allá (en Tijuana) trabajan por un sueldo, aquí lo hacen sin sueldo, entonces por donde quiera que volteen tus ojos hay explotación para las mujeres.
Sin embargo, acepta que hay una diferencia sustancial e importante, el respeto que todavía se puede disfrutar en las comunidades a pesar de todo, en cambio en Tijuana hay mucha violencia que afecta gravemente a las mujeres.
Aguilar Aguilar pagó su lejanía, en especial por parte de su familia que “tenía mala impresión de mi, porque no sabían en qué andaba, de qué trabajaba, en qué oficio, porque soy la única de mi familia -que según ellos- ha hecho cosas desastrosas”, pero el tiempo cura todo y ahora “ya no me siento tan ofendida de lo que pensaban de mi”.
El recate de Lidia y su origen
En su camino formativo, se enorgullece de haber conocido mujeres que cómo ella estaban luchando por los derechos de las mujeres. Ha asistido a talleres y diplomados, entre los más recientes destacan el promovido en Tlaxiaco por el Circulo Profesional para la Formación en Equidad de Género “Nduva Ndandi”, ahí, refiere, “descubrí las cosas que me hacían mucho daño y rescaté a la Lidia indígena, la originaria, la mujer que no se tiene que avergonzar ni de su color ni de su estatura, la que habla por ellas misma”.
Y es que, añade, tenía una enorme culpabilidad por ser chaparrita, morenita y “sin muchas carnes”, como la mujer prototipo, pero en el taller “nos rescatamos, nos miramos de forma diferente”, aprendió a ver a las otras mujeres como sus iguales y ese fue otro gran principio para esta mujer de gran estatura emocional e intelectual.
Más adelante asistió a un diplomado de ONU-Mujeres en la Universidad Nacional Autónoma de México, donde conoció a otras mujeres que como ella eran indígenas y luchaban por los derechos humanos de las mujeres, entre ellas refiere a la boliviana Tarcina Rivera Zea; a la nicaragüense  Mirna Cunningham y a la mexicana Martha Sánchez, entre otras muchas que hoy son su ejemplo de trabajo a favor de las mujeres en sus propias comunidades, como la tarea que Lilia se echó a cuestas en San Agustín Tlacotepec.
Llevamos encima la discriminación y la opresión
Lidia volvió a su pueblo natal, volvió a hablar el mixteco, a vestir su ropa y si es posible de vez en cuando toca la tierra, su tierra con las plantas de sus pies, como cuando era niña. Hoy Lidia Aguilar, quien se levanta cada vez que habla para que la vean, dice, es la presidenta del comité DIF municipal, cargo en el que ha estado durante casi seis años y que la comunidad le dio en una asamblea para ver “si como ronca, habla”, dice entre risas.
A pesar de que tenía miedo de no poder cumplir con la tarea, siempre hubo voces que le decían que no se preocupara, que podía hacerlo. Lo primero que encontró fue que para las mujeres resultaba muy difícil trabajar entre ellas, principalmente porque unas y otras hablaban mal de ellas, no se reconocían. Se aprendió el manual que le dieron sobre lo que podía y debía hacer “para atender a lo que llaman grupos vulnerables: la niñez, las personas adultas y las mujeres”, pero sobre todo considera que lo más importante fue entender a fondo que era eso del “desarrollo integral”.
Dice que finalmente convenció a las mujeres de trabajar juntas “yo les decía no pueden o no quieren, aún así cuando no quieren pues yo digo no trabajen juntas, para evitar fricciones”, sin embargo, hoy las seis agencias y la cabecera municipal tienen sus cocinas comunitarias.
Lidia Aguilar es clara y sostiene que no es que el programa de las cocinas comunitarias mejoren la condición de las comunidades, pero ha posibilitado ese encuentro de las mujeres, que han empezado a trabajar juntas, “a un reconocimiento a partir de que somos mujeres y que llevamos encima el mismo peso: el de la discriminación y la opresión”.
“Eso lo que a mi me ha interesado, no en sí si llega mucha o poca despensa, lo importante es que se den cuenta que podemos trabajar juntas como mujeres y de ahí ir mejorando algunas cuestiones de nuestro pueblo”, dice esta mujer que ansía aprender y aprender, para luego retransmitir lo aprendido a otras mujeres.