lunes, 10 de octubre de 2011

Mujeres y política. Texto no apto para feministas

Soledad JARQUIN EDGAR

¿Qué es la discriminación hacia las mujeres? Las teóricas y académicas han hecho las conceptualizaciones necesarias para entender la discriminación sexista que niega la igualdad de oportunidades, además de invisibilizar, ignorar y minimizar –por decir lo menos- a las mujeres y sus muchas aportaciones a lo largo de la historia de la humanidad, podemos ejemplificarlo en la vida cotidiana, que nos enseña la cara de una realidad que persiste y que se traduce en todas las formas de violencia, incluyendo la muerte.

Somos discriminadas en lo imaginario, en lo simbólico y en los hechos. Una herramienta fundamental es la confusión permanente, y a favor del patriarcado, de la biología de las personas como el modelo que determina cómo ser mujeres y cómo ser hombres. La realidad, se ha demostrado, es que la biología no determina esa condición, es la construcción social, es decir, lo que como humanidad hemos establecido para las mujeres y para los hombres la que determina la condición social para ellas y para ellos, a unas menos a otros más.

Construcción social que “determinó” que las mujeres se ocuparan de todo lo privado y los hombres de los asuntos públicos, por eso damos por hecho que las mujeres no fueron cazadoras y sí hicieran trabajos menos peligrosos o se quedaran en las cuevas cuidando a la prole y así sucesivamente hasta nuestros días. Sí, hasta nuestros días, porque lo que se ha conseguido para algunas no debe dejarnos satisfechas a todas, como ha señalado Marcela Lagarde, feminista emblemática de este país y también habría que decirlo de Hispanoamérica.

Todos los días, sin tregua alguna, las mujeres somos objeto de discriminación de género o sexismo, y muchas veces, tanto el que discrimina como la víctima de discriminación sexista asumen que no se dan cuenta de lo que hacen porque consideran que es “natural”, es normal que las mujeres no tengan acceso a determinados espacios, derechos elementales o puedan gozar de aspectos de la vida hasta el grado de tomar decisiones propias sobre sus cuerpos.

Pero esta conducta de discriminar a las mujeres no sólo la cometen las personas que ignoran los avances de los cuales hoy gozamos millones en México y en muchas partes del mundo, pero no en todo México y no en todo el mundo. Derechos tan simples y tan sencillos como ir a la escuela y, mejor aún, asistir a la universidad, un privilegio que hasta hace un siglo más o menos era sólo de los varones. La biografía de la primera médica mexicana Matilde Montoya nos ilustra esa situación y estamos hablando de los tiempos de Porfirio Díaz y quizá tendríamos que remontarnos al siglo XVII para recordar la vida de Sor Juana Inés de la Cruz, sólo por citar dos ejemplos conocidísimos. Pero, lo mejor será preguntarle a nuestras ancestras por qué muchas de ellas no cursaron una carrera profesional o tal vez por qué ni siquiera alcanzaron concluir su educación básica. Tendrá respuestas y podrá documentar una realidad que aún persiste.

Hoy, lo peor y terrible es que esos avances de las mujeres, logrados en muchas ocasiones con lágrimas y dolor y hasta muerte sean ignorados por un número importante de servidores públicos de todos los niveles, de la clase política de los tres poderes de gobierno y por quienes toman decisiones en un municipio, estado o país, un ejemplo de la realidad es esa señora que sin ser funcionaria tiene voz y peso en lo que dice por ser esposa, abogada y presidenta honoraria del Sistema DIF Nacional.

Es común observar las disputas que supuestamente en nombre de las mujeres realizan organizaciones sociales, políticas o religiosas pero al final sólo tienen beneficios de grupos. Recientemente vimos escenas de señores con vestido (ministros, jueces, catedráticos y la jerarquía católica en pleno) decidiendo sobre la vida de la mitad de la población: las mujeres. ¿Curioso verdad?

Basados en esa discriminación sexista se nos invisibilizó en el lenguaje bajo el supuesto de que en el masculino éramos nombradas y todavía una escucha a algunas jóvenes no incomodarse cuando eso pasa porque han naturalizado la minusvalía de que han sido objeto, lenguaje de los discursos de quienes tienen el poder en sus manos y que en la realidad no se traducen.

Todavía hay mujeres que piensan en conservar sus cuerpos perfectos, aún cuando tengan que someterse a cirugías delicadísimas, peligrosas y muy costosas, por su autoestima, piensan ellas. En realidad, como dice Sara Lovera, son mujeres para otros, una autoestima materializada.

Asombrada veía un documental de televisión sobre este tipo de cirugías que incluso lleva a algunas mujeres de baja estatura al quirófano para ganar de dos a cuatro centímetros más, para ello viven con las piernas fracturadas y postradas en una cama durante meses, bajo el supuesto de que la altura les proporciona belleza y personalidad. Hay consecuencias serias sobre este tipo de conductas que responden a los estereotipos y que vemos todos los días en púberas, adolescentes y jóvenes, aunque también en mujeres adultas: la bulimia y la anorexia, acciones que si no las asesina, trastoca sus vidas por siempre.

Una mentira que pasa por el poder de los hombres que convierten a las mujeres en objetos, por tanto son personas que carecen de derechos y con las que pueden hacer lo que se les da la gana con ellas. Así de simple, pero no así de sencillo enfrentar esta problemática que sigue postrando a las mujeres en la discriminación por ser mujeres, hasta enfrentar el fenómeno social llamado feminicidio. Cuando escribo esto, veo dos notas periodísticas de mujeres asesinadas en Oaxaca, la suma documentada por los medios locales asciende en 10 meses y 10 días a 74 mujeres (SETENTA Y CUATRO) a las que se les ha arrebatado la vida de forma violenta y cuya base se sustenta en esta discriminación sexista.

En la última semana escuché a varias personas decir que el feminismo es extremista. En realidad, dicen las feministas, los extremistas son quienes asesinan. Son extremistas quienes hacen mutilaciones genitales para que las mujeres no sientan placer sexual. Son extremistas quienes impiden que las mujeres asistan a la escuela y a universidad bajo el supuesto de que habrá quien las mantenga. Extremistas son los violadores de niñas y mujeres, que buscan demostrar su fuerza y degradar a sus víctimas, pues al final son objetos y no personas. Extremistas son también las religiones y los fundamentalismos que siguen negando la igualdad a las mujeres y que siguen señalando a ellas como la fuente del pecado.

No vamos muy lejos, me parecen fundamentalistas y muy extremistas los ministros de la Corte que con donaire niegan el derecho de las mujeres a decidir sobre sus cuerpos y argumentan el reconocimiento del cigoto.

Me parece discriminatorio, sexista y fundamentalista no hacer caso del fenómeno social, investigado, demostrado por feministas, científicas y académicas: el feminicidio.

Discriminatorio, sexista y fundamentalista es seguir pensando que las mujeres no deben ocupar cargos de elección popular o en la administración pública y peor aún son discriminatorias, sexistas y fundamentalistas las mujeres que estando en el poder de la política y de la administración pública no pueden ver la realidad de sus congéneres.

Lo cierto es que todavía falta mucho por avanzar y como siempre, cada semana algo se suma. Al finalizar septiembre vimos la decisión de la Corte; al empezar octubre vemos con tristeza la determinación del Senado a no reconocer a doña Rosario Ibarra para recibir la medalla Belisario Domínguez. El patriarcado volvió, es más nunca se fue.

Pronto se tomarán decisiones importantes en Oaxaca en relación con algunas leyes, al mismo tiempo se deberá mejorar la procuración de justicia lo que implicará gente preparada al frente, recursos para operar y mecanismos adecuados para evitar la impunidad y, al mismo tiempo, educación no sexista. De otra forma, será difícil que las cosas cambien.

Caracolasfem.blogspot.com

Canalgentelibre.com

@jarquinedgar

Palabra de Antígona. La Ciudadanía Femenina

Por Sara Lovera

La inclusión de las mujeres en la vida política, de jure y de facto, es todavía un asunto en disputa. El poder real lo detenta una mayoría masculina que obstaculiza los derechos ciudadanos de las mujeres. Se trata de una exclusión de género vinculada a la división público/privado que conspira contra la democracia.

El 17 de octubre próximo se cumplen 58 años desde que las mexicanas lograron el voto universal que, hipotéticamente, les abriría las puertas al ejercicio pleno de la ciudadanía, esa que significa que una persona tiene pleno derecho de participar en la cosa pública.

Además, muy pronto se cumplirán 36 años desde que en el Artículo Cuarto de la Constitución se declaró la igualdad jurídica entre mujeres y hombres. Todo ello no ha significado una transformación de fondo en las relaciones sociales, económicas y culturales que garanticen lo que dice la ley.

Las mujeres todavía son consideradas como adicionales y suplementarias. Muchas han sido elegidas como diputadas, senadoras o presidentas municipales y hasta algunas muy pocas como gobernadoras. No obstante, siguen discriminadas, sujetas al arbitrio del poder, constreñidas a los intereses de su partido político, de su organización social o de su comunidad.

Por ejemplo, a pesar de la ley, las mujeres no ocupan ni la tercera parte de los puestos de representación popular; los órganos e instituciones que se han creado para revalorar la condición femenina en la sociedad, son considerados en la práctica como añadidos necesarios ante la imposibilidad de negar derechos globalmente pactados.

La presión internacional, la realidad palmaria de que las mujeres producen, trabajan, agregan beneficios al sistema, obligó a la nación en las últimas décadas, a ir ampliando derechos y reconocimientos. Sólo papel mojado.

En lo material se regatean presupuestos, oportunidades y beneficios que harían posible romper esta división milenaria que oprime y discrimina a las mujeres. Esta división entre lo público y lo privado.

La catilinaria cotidiana es que las mujeres deben ocuparse, principalmente, de su familia, la prole y el trabajo, lo que CEPAL define como el cuidado de niños, niñas, ancianos, enfermos y todo aquello que se precisa en el ámbito familiar. Discurso sistemático de quienes se adueñan del destino de la sociedad y que reparten los recursos materiales y simbólicos.

La llamada política de género, a que están obligados los gobiernos, no es más que una simulación constituida por discursos y muchos golpes de pecho. El 17 de octubre oiremos, otra vez, muchas palabras que no se corresponden con la realidad social de las mujeres.

Las mexicanas dirigen y mantienen hogares, sostienen la economía campesina, han impedido el quiebre total del sistema económico, son receptoras del desgobierno y la violencia como nunca en toda la historia de México.

Migrantes, empleadas domésticas, víctimas de la trata, profesoras, una mayoría en la economía informal, son paradójicamente la masa más numerosa en los partidos políticos, en las movilizaciones sociales y en la resistencia. A pesar de ello, los políticos partidarios les regatean su derecho a interrumpir legalmente un embarazo y burlan sus estatutos alegremente, sin sanciones.

Palabras nada más. Los institutos de las mujeres no cuentan con el reconocimiento social y político que los gobernantes dicen relevar. Y los partidos políticos son, según ha concluido la Comisión Interamericana de Mujeres, el principal freno para las mujeres que quieren hacer carrera política.

Nunca como ahora los organismos internacionales están presionando al gobierno mexicano -como a otros en todo el mundo- para favorecer la llegada de las mujeres a puestos públicos, pensando en su experiencia milenaria.

Hoy, 58 años después del reconocimiento a la ciudadanía de las mujeres, todavía el rezago es fenomenal. En los partidos políticos, obligados a destinar un dos por ciento de sus recursos para fomentar el liderazgo de sus militantes, se niegan a cumplir con esta disposición, eluden la ley que los obliga y trampean las listas electorales; por otra parte, en el Congreso se negaron a incluir en la reforma política, la traída y llevada paridad.

Basta saber que la LXI Legislatura de la Cámara de Diputados federal, está conformada (tanto en el grupo parlamentario de mayoría relativa, como de representación proporcional) de 140 mujeres y 359 hombres. Esta composición representa el 28.1 por ciento de mujeres y el 79.1 por ciento de hombres.

En las Legislaturas LX y LXI del Senado de la República, para el periodo 2006-2012, la composición de los escaños por género es de 99 hombres (77.3%) y 28 mujeres (21.8%). En las entidades federativas existen rezagos en la representación política de las mujeres en los 31 Congresos locales, al igual que en la Asamblea Legislativa del Distrito Federal.

Hay entidades como Puebla con apenas el 14.6 por ciento de representación femenina o de 12.5 por ciento en Michoacán y de 10.3 por ciento en Nayarit o Jalisco. En contraste, apenas seis entidades han superado el 30 por ciento: Oaxaca (35.7%); Chiapas (35%), Campeche (34.3%), Baja California Sur (33%), y en igual situación Morelos y Zacatecas (30%).

En las presidencias municipales, las mujeres no representan ni el cinco por ciento del total de quienes ocupan la primera concejalía y en puestos de dirección gubernamental, como Secretarías de Estado o en niveles altos del funcionariato, que aunque no son de elección popular, podemos decir que en los mismos 58 años, no se ha superado el 17 por ciento.

A pesar de que el COFIPE propone que los partidos promuevan la paridad, mediante representaciones de 60/40 para uno u otro sexo, se entiende o así lo quieren entender, que el 40 por ciento de las candidaturas son para las mujeres y, por si fuera poco, la realidad indica que se minimiza.

La última reforma, incluso, abrió la puerta para que el porcentaje no se cumpla, al señalar que en elecciones abiertas dentro de los partidos, lo que cuenta es la decisión "democrática", es decir, todavía hay una mayoría contra la elección de mujeres.

Un argumento recurrente e irreal es que las mujeres no quieren participar. Nada más falso.

Al arrancar el año electoral tendríamos que pensar que la igualdad entre hombres y mujeres, sólo será posible en una sociedad democrática capaz de reconocer los derechos de más de la mitad de la población en un amplio espectro: no sólo el derecho a votar y ser votadas, sino reconocer derechos sociales que se escamotean, para romper con esa histórica división de los público y lo privado.

Pasa, también por dejar de pensar que las mujeres son solamente reproductoras de la especie, madres y únicas responsables de los hogares y las familias.

La discriminación se concreta en la impunidad frente al homicidio de mujeres que ha crecido exponencialmente; a la pobreza alimentaria de miles de gestantes, a la discriminación laboral que campea en esta economía resquebrajada y a la violencia cotidiana a que se las sujeta por esa terquedad del poder que las quiere dominar en sus cuerpos y en sus vidas, negándoles no sólo derechos sino libertades fundamentales.

saralovera@yahoo.com.mx