miércoles, 1 de febrero de 2012

Artículo

La comodidad de pertenecer al género masculino

Norma REYES TERÁN
Hoy, como en el siglo XVII, hablar de igualdad tiene connotaciones distintas, según se aplique a los hombres o a las mujeres. Hoy, como entonces, todo el mundo dice estar a favor de que no haya desigualdad, pero no todo el mundo está a favor de la igualdad. A pesar de que la igualdad entre mujeres y hombres es un principio jurídico universalmente reconocido por el derecho internacional que dio lugar en nuestro país, al pleno reconocimiento de la igualdad formal ante la ley de unas y otros, es muy común encontrar oposición a cualquier medida que confiera a las mujeres un trato favorable para hacer efectiva, en los hechos, esta aspiración.
Así, la reacción beligerante que no inocente para denostar el sistema de cuotas, particularmente, las cuotas de género esconde un subtexto. El subtexto oculto es la dificultad que tiene un sector de la sociedad y una buena parte de los medios de comunicación para aceptar que la estructura social que obstaculiza el acceso de las mujeres a los recursos y al poder ha comenzado a resquebrajarse.
Lo que gobernantes y legisladores de todos los partidos políticos cuestionan en realidad, no es la medida política de las cuotas. Lo que los señores del poder, ponen encima de la mesa son las resistencias que suscita cualquier proyecto político que incorpora la igualdad de género como uno de los elementos centrales de la agenda pública.
Aquí y ahora el concepto de individuo continúa siendo restrictivo, en tanto que margina a la mitad de las personas. Aquí y ahora, la discriminación de las mujeres tiene indicadores y cifras rotundas que no se pueden maquillar ni ocultar: las posiciones jerárquicas superiores de las distintas instituciones públicas y privadas, así como de los medios de comunicación están ocupadas por (b) varones, el abandono del mercado laboral por necesidades familiares son realizados abrumadoramente por mujeres, de cada diez personas que se encuentran por debajo del umbral de la pobreza, siete son mujeres; la prohibición de ejercer el derecho de sufragio es para las mujeres indígenas; la violencia machista y sus nuevas formas como los asesinatos de la que son víctimas las mujeres, por citar solo algunos ejemplos de exclusión basada en el sexo.
Estos datos nos muestran una realidad que es necesario cambiar. Sin embargo, introducir la agenda política de las mujeres, pese a la contundencia de los datos, no es fácil. La cuestión central, tal y como ya sostuvo el filósofo cartesiano Poullain de la Barre (siglo XVII), es que los (b) varones son juez y parte. ¿Cómo asumir propuestas de igualdad como antes las cuotas y ahora la paridad cuando eso implica debilitar una parte de los privilegios domésticos y políticos de los varones?
Las demandas políticas, representadas desde hace tres siglos por el feminismo, han sido sometidas por las élites políticas, mediáticas y culturales masculinas a los dos mecanismos más violentos de control social: el silencio y el ridículo para descalificar las vindicaciones políticas de las mujeres. La clase política permanentemente elige ambas estrategias: la ridiculización de una medida política como las cuotas y/o la paridad y el silenciamiento de la demanda a través de la especulación errónea y la misoginia que manifiestan sin pudor alguno dirigentes de todos los partidos políticos en México.
Tras el inusual debate mediático sobre el sistema de cuotas y el uso de ese mecanismo de sanción social incorporado por la clase política se esconde el profundo temor que ciertos sectores conservadores tienen a los cambios sociales. No podemos obviar que en las últimas décadas se han producido transformaciones sociales de fondo que han modificado el imaginario colectivo; junto a ello ha cambiado la forma de pensar y de vivir de muchas mujeres, debilitando el entramado social y simbólico sobre el que descansan nuestras sociedades.
No obstante, para poder hablar de democracia plena es preciso que los partidos políticos cumplan con los supuestos de elección y participación. De ahí que las cuotas y la paridad deben considerarse un derecho constitucional que asegure la representatividad proporcional de los sexos; que garantice a las mujeres el ser electas y también a representar políticamente a la ciudadanía.
La principal justificación que tienen las cuotas o la paridad es que la experiencia histórica nos muestra una distorsión del mercado político, cuya desregulación supuestamente “neutral” frente a la desigualdad real entre hombres y mujeres, ha conducido al acaparamiento casi absoluto de los cargos de elección por los hombres y a una exclusión sistemática de las mujeres; es decir, las declaraciones jurídicas de igualdad, que implican tanto el derecho a gobernar como a decidir quién va a hacerlo, se han traducido en la práctica en que el derecho a gobernar es un privilegio mayoritariamente masculino.
Es importante señalar que el avance de los derechos de las mujeres no lo conceden gratuitamente los regímenes en turno; al menos nunca en la historia ha ocurrido así; por lo regular, los procesos mediante los cuales las mujeres han logrado conquistar su acceso a la educación o al sufragio son dolorosos, cuando no sangrientos, y entrañan para las actoras un sinnúmero de penurias que no debemos olvidar.
Entendemos la desazón que provoca cada protesta y exigencia de las mujeres, pero eso no le da derecho a la clase política a confundir nuestros planteamientos entre las telarañas de su ignorancia o tergiversarlos para mantener la comodidad que le da el tener privilegios de género.
No desconocemos que frente a los cambios el pensamiento conservador se siente cargado de razón y con legitimidad para reclamar la vigencia del viejo mundo. Pero lo cierto es que las mujeres no quieren vivir en la jaula patriarcal, aunque ésta sea de oro. Otro mundo es posible y las mujeres queremos vivirlo a pesar de la clase política.