Sara
Lovera ¿Yo feminista?
Feminismo
y periodismo, la experiencia de su vida
· Su abuela y su madre cincelaron su carácter,
su independencia y sus sueños
· En la escuela de la vida su maestra fue la
sufragista Adelina Zendejas
-Primera
parte-
Soledad JARQUÍN EDGAR
Sara Lovera López es periodista, nació en la
ciudad de México, un 30 de septiembre de 1949. Una mujer de dos siglos, cuya
existencia se prolonga en el aprendizaje de su abuela paterna Sara Cedillo y de
su madre Rosario López. Su larga experiencia feminista está ligada al
periodismo. En una la hicieron y en otra se formó en la escuela. En ambas se
nutrió “entre la realidad y el cuento, entre la vida cotidiana y la narración
de historias”.
Ambas mujeres le dejaron puntuales lecciones
de vida, para lo que ha sido, sin vueltas de hoja ni medias tintas. Su abuela fue la primera en enseñarle a ser
persona, una mujer trabajadora e industriosa que le daba gran valor a su
trabajo y a su vida. “Era una madre soltera que construyó su espacio mental,
económico y físico. Comerciante, libre, luchona, ilusionada con sus planes,
poco maternal y gran maestra” que un día le explicó que lo que no hiciera por
ella misma nadie lo haría. Que debía tener su propio dinero y tejer su futuro. ¿Mis
derechos? Tenía que saberlos, ganarlos y ejercerlos.
En esa primera infancia se construyó con
enseñanzas claras y directas, tan simples como subirse una silla y limpiar las copas
de baccarat, antiguas, francesas, de colores ocres y rosados, a las que había
que limpiar lentamente. Le enseñó a coser a máquina pero también “a mirar por
la ventana el mundo, me enseñó a
cuestionar y reconocer, no a obedecer”. A la distancia parece simple, dice,
pero en eso consisten los valores humanos.
Más tarde le habló de los hombres y le dijo que eran una compañía para estar alegres, pero que en
general, “vienen de otra clase”, le advirtió, al tiempo de explicarle que había
que tratar de entenderlos o simplemente no esperar nada de ellos, repitió una y
otra vez a la pequeña Sara, sin saber que sus palabras cincelaban el futuro de
su nieta, a quien insistió en la importancia de hablar inglés, de forrar los
libros y leerlos.
“Esa fue doña Sara Cedillo, mazahua, erguida y
ancha de caderas. Muy seria, pero destilaba satisfacción. Podía estar muchas
horas acomodando el arroz y el frijol, la maicena y las cervezas por si había escasez.
Siempre pensaba que podía venir una revolución, como la que ella vivió. Se reía
diciendo que para salvarse de la leva los hombres de su familia se vestían de
mujer, como la única forma de no ir al ejército, ella misma escondió a mi abuelo
para que no se lo llevaran: Lo íbamos a necesitar para el trabajo”.
Supongo que doña Sara me hizo una mujer confiada
en mis propias fuerzas, eso hoy le llaman empoderamiento y autoestima. Su
madre, era igualita, por eso “mi padre se casó con ella”.
Unos días antes de morir, doña Charito, paseada,
emprendedora, autosuficiente, se había indignado cuando leyó que la esposa del
General Calles había tenido 13 hijos, a pesar de estar enferma de asma, tuvo tantos
hijos que el último la llevó a la tumba. Luego comentó: “¿ya leíste? el hombre
se casó inmediatamente, ¡qué barbaridad¡ todos son iguales”. Charito tenía 95
años, cuando murió, y era una conversadora inigualable. Ella me relató
puntualmente la vida de sus tías, sus acciones y aventuras. Todas esas tías le
enseñaron con el ejemplo. Con el ejemplo, otra vez, viví empoderada.
Sara se emociona al recordar la vida de su
madre, quien desde niña fue huérfana de padre y tuvo que vivir “arrimada” en
casa de un hermano del abuelo Ángel López, a quien mandaron matar cuando
rechazó a Carranza cuando éste puso su gobierno en Veracruz. Tras doce años,
Charito y su madre, maestra rural, se volvieron a encontrar y por todo el país
se buscaron la vida. A los 18 años, Charito le puso casa a su madre y cuando se
casó se dijo para sí: ahora tendré mi casa, es decir, su espacio, su lugar para
vivir y decidir su futuro.
“Decidió que no podía depender de mi padre, igual que mi
abuela paterna. Se buscó su dinero y siempre estaba contenta. Reía como pocas
personas, algo que yo no he podido; construyó su casa”.
Todas las mañanas se arreglaba cuidadosamente.
Me decía que la dignidad empieza por la imagen, no para ser como una mujer del
cine, sino para sentirse a gusto. Le tocó el nacimiento de la penicilina, y
como había trabajado con un médico como recepcionista/enfermera, puso un
letrero en la puerta de nuestra casa: se aplican inyecciones. Oí más de una vez
decir a mi padre que no había necesidad, que en casa no faltaba su dinero y ella decía que sí, le
faltaba dinero para elegir lo que quería comprar para ella, para su casa y el
dinero de él era para sus dos hijas y su
hijo…amplió su casa, se compró 25 pares de zapatos, vestidos para las fiestas,
para trabajar. Mi padre, era lo que hoy se conoce como un hombre femenino:
lavaba y planchaba su ropa, siempre estaba elegante, no era como los papás de
mis amigas, jamás recibí un grito o una imposición. Las tías decían que era
“frío”, porque tampoco se emborrachaba ni gritaba. En 1968 cuando yo estaba
metida en el movimiento estudiantil, una tarde me llevó al Carrillón (un
espacio del Instituto Politécnico Nacional)
donde se hacía un mitin. Yo llené el auto de bombas molotov y él
simplemente me dijo, con algo de preocupación: ¿No crees que es peligroso?”, y
al bajar del auto, me dijo que me
cuidara, sin mayor reclamo.
Cuando él y ella dejaron de quererse, se diría
en feminismo de primer plano, hicieron un pacto. Ella decidiría todo sobre sí
misma, su casa y su trabajo. Vigilaría que todo fuera bien en la escuela. Él
debía respetarla y también, hacer su vida. Ella no se iría de la casa y él
podía ir a comer y bañarse cuando quisiera. No se rompía el vínculo, pero cada
cual desde entonces decidiría sobre su tiempo.
Mi madre y mi abuela me enseñaron a que la
base económica era la base de la libertad. Mi madre me enseñó igual que mi
abuela que el valor de vivir era disfrutar las cosas, las amistades y la
escuela.
A los 15 años decidí ser periodista, la
escuela Carlos Septién García tenía un horario de las seis de la tarde a las
nueve de la noche. Cosa terrible. Hubo una pequeña discusión, al final me
dijeron que podía ir sola, y que estaban seguros que me iría bien. Al año
siguiente me inscribí en la escuela de Trabajo Social por las mañanas,
especialmente para no dormir tarde y estratégicamente, me explicó mi madre,
para que si no me dejaban ser periodista –profesión de hombres- tendría otra
alternativa.
En trabajo social leí por primera vez, a
iniciativa de un profesor un texto aparecido en el diario Excélsior, sobre la
lucha de los sexos. Un texto que todavía conservo, que explicaba como los
hombres y las mujeres éramos distintos no sólo por los genitales sino por la
forma como se nos educa, se diría un artículo con perspectiva de género. Yo
creo que ahí me hice feminista.
El texto explica que las mujeres son oprimidas
porque no tienen libertad ni dinero, porque tienen los hijos que dios les
manda, porque al salir a la calle, viven y sufren todos los obstáculos de su
sexo. Ahí me dije que esa era la verdad. Como la escuela era de puras mujeres,
me di cuenta que la mayoría no había tenido una abuela, un padre ni una madre
como la mía y me quedó claro el valor de la libertad.
En mi primer trabajo de periodista en el
diario El Día (1968) conocí a Antonieta Rascón, entonces reportera de una
agencia de noticias. Me dijo que si yo
había leído que en Estados Unidos y Europa las mujeres estaban levantadas, que
hacían manifestaciones para exigir sus derechos, que estaban contra la
violencia que miles sufrían y que tenían unos círculos de conversación sobre la
condición de las mujeres.
Me sonaba conocido, un año antes en El Día, la
sufragista Adelina Zendejas que escribía la columna Ellas y la Vida, me retó a
no sólo mirar a los hombres en mis notas informativas y me enseñó lentamente,
con mucho cuidado, con mucho amor, cómo se ocultaba en los medios la vida de
las mujeres, me contó cómo las mexicanas habían pedido sus derechos sociales
desde la época juarista. Me enseñó a leer las revistas de mujeres que guardaba
celosamente en un armario gigante de su casa de la colonia Anzures. Y antes en
1967, yo había militado en la Liga Comunista Espartaco, ella comunista y yo
iniciada, nos comprendimos mutuamente durante 20 años.
Adelina me explicó que la Revolución Rusa
había conseguido la igualdad de las mujeres y el derecho –como ahora se dice- a
la interrupción legal del embarazo. Ella era una mujer de unos 55 años, vestía elegante
y sobria, asomaba canas que no intentaba quitarse, no era casada, pero, por
supuesto me contó de sus amores. Cuando la conocí y hablaba del aborto sin ruborizarse,
me acordé que mi madre trabajó con un médico que hacía abortos. El consultorio estaba
en la calle de Colombia, en el centro tepiteño de la capital. Me acordé que
ella había dicho que muchas mujeres no podían tener hijos porque eran
prostitutas, porque tenían un puesto en La Merced o una bodega y no podían tener más de dos o
tres. Adelina me explicó que eso era un derecho.
Antonieta me topó en 1970. Ella y Martha
Acevedo escribieron sendos artículos en el diario Excélsior sobre el nuevo
feminismo. Esa fue la plataforma que sirvió para llamar a una reunión en
Cuernavaca, donde nació el grupo Mujeres en Acción Solidaria (MAS).
Fue entonces
que me llamé feminista. Ese año empecé a
militar y no he dejado de militar y pensar feministamente desde aquella
reunión. Luego vinieron muchas reflexiones, en el pequeño grupo, muchas
lecturas. Me acuerdo que una de las mujeres de MAS, la doctora Dulce María
Pascual, siempre comenzaba la reunión, preguntando qué libro nuevo habíamos
descubierto y estábamos leyendo. En aquellos años llegaron las primeras
traducciones de las europeas/troskistas, y Antonieta escribió un texto, para
una primera reunión en la Casa del Lago, sobre la lucha de las mexicanas. Yo
sabía todo lo que ahí escribió, pero yo no hablaba ni escribía de esas
historias. Yo nada más escuchaba, aunque ustedes no puedan creerlo. Me bebí las
reflexiones, los matices, las discusiones sobre el feminismo liberal y el
feminismo socialista.
Muy pronto empecé a hacer las crónicas del
naciente nuevo feminismo. Adelina me enseñó las fotos de los grupos llamados
feministas que apoyaron a Madero, me contó de las revistas feministas del siglo
XIX, me dijo que una feminista, Dolores Jiménez y Muro, había escrito la
primera proclama contra el presidente Porfirio Díaz (la declaración de Tacubaya) y que Hermila Galindo, que era
secretaria de Venustiano Carranza, había
editado una revista y que personalmente la había llevado a muchas ciudades para que las mujeres
reclamaran el voto. Me enseñó con los documentos de su archivo como Juana
Gutiérrez de Mendoza había pegado grandes papelotes en el Zócalo reivindicando
los derechos de las mujeres y los indígenas y que le ayudaba, entonces
jovencita, doña Eulalia Guzmán. Me contó cómo cantaba Concha Michel y
organizaba campesinos y cómo fue la vida
de Frida Kahlo.
Yo no estudié la historia de estas mujeres.
Fueron cuentos de Adelina que me aprendí en la sala de su casa, conversando, en
la cocina –porque también me enseñó a guisar-, en un cafecito al lado del
periódico y en grandes comilonas en su casa, donde asistían algunas mujeres
históricas y ahora historiadas por las feministas.
Ya estaba lista: tenía tres elementos para
hacerme feminista y pasar por un feministómetro: una formación libresca y
militante de la dialéctica marxista; conocimiento de mis antepasadas, y la
seguridad de que las mujeres eran valientes y no sólo buenas madres. Que
abortaban y que elegían, por su conocimiento, con quién vivir. Me explicó
Adelina que los libros de texto no contaban toda la verdad sobre el proceso
nacional.
De las mujeres emblemáticas, algunas ya
muertas, podía imaginar cómo eran. No conocí sus rostros hasta muchos años
después. A las vivas, a varias, las
conocí en casa de Adelina Zendejas, como
a doña Amalia González Caballero de Castillo Ledón, a doña Concha
Michel, a doña Efraína Rocha, a doña Gracielita ( del PC), a María Lavalle Urbina
y a otras cuantas.
Además, ya era aprendiz de periodista y sabía
que hablar de las mujeres en mis notas, era convencer al subdirector, negociar (pastorear
se decía) las notas en la mesa de redacción, a evitar los chistes y las mofas
de mis compañeros, a demostrar que había
noticia. Con Adelina recorrí los barrios pobres de la ciudad; identifiqué a las
mujeres indígenas que vendían fruta en las aceras del centro, conocidas como
Las Marías, visité la cárcel de mujeres y las reuniones de las madres de los
presos. Ella siempre hablaba en su columna, como si hiciera un reportaje, tenía
que verificar los hechos.
De modo que en 1970, cuando no nacía MAS, yo
ya sabía que las mujeres tenían que tener un espacio público y había que
documentar su historia. Fue cuando entrevisté a Lolita Lebrón y a esta
independentista portorriqueña, le pregunté donde estaban las mujeres en ese
movimiento. Fue mi primera entrevista, a gran despliegue con una mujer hablando
de la independencia y de las mujeres.
Ya no había marcha atrás. A partir de 1971,
trataría de contar lo que hacían las nuevas feministas, sin dejar de hacer las
notas que me encargaba el diario, de la cámara, del Distrito Federal o de la
Secretaría de Relaciones exteriores. Lo que hacían las feministas, era mi doble
jornada en el periódico. Y lo hacía a pesar de que muchas me corrían de sus
concíbalos y reuniones de estrategia, porque quien sabe cómo iba yo a
escribir, decidí hacer lo que hoy se
llama pomposamente, periodismo con perspectiva de género.