El Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española define laico como relativo a la escuela o enseñanza en que se prescinde de la instrucción religiosa, en tanto por laicismo se entiende la doctrina que defiende la independencia de las personas o de la sociedad, y particularmente al Estado de toda influencia eclesiástica o religiosa.
En la esfera política laicidad tiene al menos tres sentidos: la separación o no intervención del Estado en cuestiones religiosas; el sentido de neutralidad de las instituciones estatales, y el de libertad de conciencia independientemente del culto o credo de las personas.
Es decir, la laicidad es la separación de lo sagrado y lo profano, de tal suerte que la religión y el estado pertenecen a esferas diferentes y, por ende, separadas en su campo de acción y de injerencia, lo cual hace posible que los asuntos terrenales puedan regularse con leyes y reglas independientes de cualquier credo religioso. En tanto que los asuntos de fe sean del ámbito personal.
No obstante, en los últimos días, el Vaticano nuevamente ha intentado quebrantar este límite al manifestar que el laicismo significa hostilidad o indiferencia contra la religión. Esta declaración evidencia la intención de confundir a la sociedad en un juego de palabras que es por demás equivocado.
En primer lugar porque hostilidad significa actitud de enemistad o aversión hacia alguien y la indiferencia es un estado de ánimo en que no se siente inclinación ni preferencia por algo o alguien. De acuerdo a las anteriores precisiones podemos deducir que ambos términos son incompatibles entre sí, ya que si algo nos produce aversión es porque de alguna manera nos afecta o es contrario a lo que preferimos, mientras que cuando algo nos es indiferente es porque no genera en nosotros ningún interés.
Lo cierto es que desde hace tiempo el clero ha redoblado su interés por atacar de manera persistente todo aquello que tenga visos de fortalecer el estado laico en el mundo, porque esto debilita el poder que durante siglos han detentado y que sin lugar a dudas va más allá del ámbito espiritual.
Al parecer la élite católica ha cambiado el “dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios” por el “lo que es tuyo es mío y lo que es mío es mío”, pues pretenden imponer su pensamiento no sólo en lo que corresponde a los asuntos religiosos, sino también en las leyes de orden jurídico que rigen la vida de los y las mexicanas sin importar el credo que profesan.
En el Derecho existen normas coercitivas y no coercitivas, dentro de las primeras se encuentran aquellas reguladas por el Estado cuya observancia es obligatoria para quienes integran la sociedad y su incumplimiento sancionado por del Estado.
Las segundas corresponden a las normas internas, que regulan el comportamiento ético de las y los miembros de la sociedad y que varían de acuerdo a los valores y principios de cada persona y su incumplimiento genera remordimiento, culpa o el rechazo social pero en ningún caso la intervención del Estado, es en este campo en donde la religión y su injerencia tienen cabida.
Así como el Estado no puede ni debe imponer credo alguno, sino por el contrario respetar y tutelar el derecho de cada mujer y cada hombre a profesar la creencia que mejor le parezca o a no profesar ninguna, de igual manera tiene la obligación de dotar a la población de leyes que garanticen el ejercicio pleno de sus derechos y de ir adecuando el marco legal en base a las necesidades que el crecimiento y evolución social dictan, de lo contrario las leyes se vuelven anacrónicas y obsoletas. Estas normas son de orden público y deben contenerse en principios fundados en la razón y la lógica jurídica.
En éste contexto y considerando que nuestra Carta Magna nos define como un Estado laico, principio de nuestra soberanía republicana, circunstancia que parece agredir fundamentalismos religiosos que actúan en franco retroceso y se constituyen como poder fáctico que atenta contra la lucidez democrática de cualquier Estado moderno, desde el púlpito se promueven discusiones socio éticas en torno a temas legislativos, cuestionando asuntos públicos desde las buenas conciencias, violentando la laicidad del quehacer normativo, pretendiendo trasformar esta intervención en un debate “entre poderes de Estado”, es decir, el Estado político, representado por legisladores y gobernantes, contra el estado fáctico, representado por obispos y cardenales.
Podemos estar de acuerdo o no con el matrimonio entre personas del mismo sexo, pero no podemos negar que existe un número importante de parejas que prefieren hacer vida marital homoparental, preferencia que el Estado debe no sólo respetar sino garantizar que los derechos que se derivan de éstas relaciones sean tutelados, recordemos que uno de los fines del matrimonio es el de proporcionarse ayuda mutua.
El retroceso que el derecho mexicano ha sufrido en diversas entidades del país al penalizar el aborto es un claro ejemplo de cómo la religión impone su criterio y de cómo representantes populares en los Congresos locales olvidan su misión de tutelar los derechos de quienes representan, imponiéndoles leyes basadas en preceptos religiosos y penitencias de confesionario, actuando de manera sesgada e intolerante, sobre todo en franca violación y desprecio hacia las mujeres y sus derechos.
A reserva de que el Estado asuma su papel como garante de los derechos de todas y todos sus gobernados, el clero amparado en la libertad de expresión y en el concepto manipulado de laicismo, continuará socavando el valor y la necesidad de la prevalencia de la laicidad como medio para fijar los límites entre lo profano y lo sagrado, colocando en grave riesgo la vida democrática de los pueblos, poniendo en jaque la juricidad de las leyes, la certeza de su aplicación en el ejercicio público del gobierno frente a quienes gobierna.