Patsilí TOLEDO
BARCELONA – La cantidad de mujeres asesinadas está en aumento en gran parte de América Central y México. En algunos países, como Honduras, el incremento es cuatro veces superior al de los hombres. Es más, muchos de estos asesinatos son cometidos con extrema violencia -salvajismo sexual, tortura y mutilaciones- por perpetradores (muchas veces involucrados en el crimen organizado) que actúan con un alto grado de impunidad.
En países como Chile, Argentina y Costa Rica, donde los niveles generales de violencia son más bajos, los asesinatos de mujeres normalmente son cometidos con menos violencia, por parejas o ex parejas en el contexto de un "abuso doméstico".
En América Latina, todos estos crímenes se conocen como "femicidios": asesinatos de mujeres precisamente por ser mujeres. Los casos vinculados con violencia doméstica son tratados con indulgencia por las cortes; en algunos países, los celos o la falta de condenas previas pueden reducir el castigo. Aquellos crímenes cometidos por extraños, muchas veces con una intensa crueldad -y muy a menudo asociados con grupos del crimen organizado como las maras centroamericanas-, rara vez terminan en los tribunales.
Sin embargo, la realidad de América Latina en los últimos años demuestra cierta yuxtaposición entre estas categorías. Los asesinatos brutales de mujeres también ocurren en países como la Argentina, donde una asombrosa cantidad de mujeres fueron quemadas por sus parejas o ex parejas. En México, mujeres han sido asesinadas por asesinos a sueldo, contratados por sus maridos o parejas para hacer que el homicidio parezca obra del crimen organizado. Y, en los países centroamericanos, hay mujeres que son asesinadas por grupos criminales como una suerte de amenaza o mensaje a sus maridos o compañeros.
No obstante, el femicidio en América Latina sigue siendo una cuestión de realidades diferentes. La tasa para las mujeres en El Salvador es la más alta de la región: 13,9 cada 100.000. En Guatemala, la tasa es de 9,8 cada 100.000 mujeres; y en los estados mexicanos como Chihuahua, Baja California y Guerrero, la tasa casi se triplicó entre 2005 y 2009, a 11,1 cada 100.000. Por otra parte, las tasas en países como Chile y Argentina no superan 1,4 cada 100.000.
Esa diferencia subraya una realidad fundamental: la violencia asociada con la "guerra contra el narcotráfico" y el crimen organizado -incluyendo la corrupción estatal- en algunos países tiene consecuencias específicas para las mujeres. Como sucede en la guerra, la violación cruel de las mujeres es simbólica: crea cohesión dentro de los grupos armados, reafirma la "masculinidad" y es una forma de atacar "la moral del enemigo".
Pero la violencia "doméstica" también se está agravando: si bien hay mujeres en todo el mundo que son amenazadas por sus parejas, el riesgo se eleva sustancialmente cuando los hombres tienen fácil acceso a armas y una probabilidad menor de ser llevados ante la justicia, como sucede en México y Guatemala, donde la tasa de impunidad supera el 95%.
Desde 2007, se adoptaron varias leyes que sancionan específicamente los femicidios: en Costa Rica y Chile, estas leyes tienen como objetivo exclusivamente aquellos asesinatos cometidos por parejas o ex parejas, mientras que en Guatemala y El Salvador, también se incluyen los asesinatos cometidos por extraños. En los últimos meses, leyes e iniciativas similares proliferaron también en México.
No resulta claro si estas leyes efectivamente castigarán los crímenes o simplemente reducirán la visibilidad de los números: si un crimen exige ciertos elementos difíciles de probar para ser considerado un femicidio, una gran cantidad de asesinatos seguirán registrados en los libros como simples homicidios, y las autoridades podrán decir que "redujeron" la tasa de femicidios.
En países como Chile o Costa Rica -así como en gran parte del mundo-, los defensores de los derechos de las mujeres exigen que el estado prevenga los femicidios respondiendo de manera rápida y efectiva a las amenazas de muerte y abuso. En los países más afectados, también exigen que los asesinos vayan a juicio. Pero no basta con sancionar nuevas leyes, teniendo en cuenta que los sistemas policiales y judiciales están debilitados en gran parte de la región.
Mientras la "guerra contra las drogas" siga siendo un buen negocio no sólo para los traficantes y lavadores de dinero, sino también para la industria de las armas de los países desarrollados, la inundación de armas en la región seguirá alimentando la violencia -que incluye manifestaciones extremas contra las mujeres- y debilitando el sistema judicial. La falta de control de las armas, sumada a la impunidad, hace que los asesinatos resulten más fáciles y baratos.
Sin duda, la violencia contra las mujeres existe en tiempo de paz. Pero aumenta y empeora en tiempos de guerra. La "guerra contra las drogas" debe terminar y eso exige cambios a nivel mundial en las políticas de control de drogas que, desafortunadamente, ninguna iniciativa anti-femicicio menciona. Poner fin a esa guerra no erradicará los femicidios en América Central y México, pero al menos podría reducir la tasa de asesinatos de mujeres a las cifras más "saludables" de otros países afortunados de estar más lejos de las principales rutas del narcotráfico.
Patsilí Toledo es un abogado de la Universidad de Chile y miembro del Grupo Antígona de Investigación sobre Género y Derecho, de la Facultad de Derecho de la Universidad Autónoma de Barcelona.
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